Artículos de Opinión

Constitucionalismo igualitario: entre el neoconstitucionalismo y el nuevo constitucionalismo latinoamericano.

El debate constitucional chileno tiene la posibilidad de optar por una “tercera vía” constitucional, que aquí denominaré “constitucionalismo igualitario”.

En las últimas tres décadas, América Latina ha creado numerosas constituciones o las ha modificado de manera significativa. Por ejemplo, desde 1978, Ecuador ha tenido tres constituciones distintas (1978, 1998, 2008). En México, a pesar de seguir vigente la famosa Constitución de 1917, se han realizado más de 500 modificaciones, quedando poco del espíritu revolucionario de comienzos del siglo XX. Para algunos, esto sería un síntoma de los pobres registros de esta región en torno a indicadores de gobernabilidad, del legado colonial del autoritarismo, o de la incapacidad de los poderes políticos de funcionar con restricciones previamente establecidas en una constitución dictada por un partido o coalición distinta. A pesar de ello, el derecho constitucional sigue siendo una disciplina respetada en las facultades de Derecho y en las cortes de la región, e incluso para los movimientos sociales. Al parecer, esta disciplina sería el lenguaje o el discurso predilecto del progresismo, que nos ofrece la capacidad de plasmar en un texto fundamental nuestras orientaciones y deseos transformadores más profundos. Como señala uno de los volúmenes de la Cambridge History of Latin America, a pesar de los problemas institucionales, los países siguen “tomándose en serio” las constituciones, y el derecho constitucional sigue estando en el centro de los debates políticos regionales. En palabras del director del Instituto Max Planck para el derecho constitucional comparado, Armin von Bogdandy, “América Latina es el continente donde el futuro del constitucionalismo se debate con mayor interés e urgencia”.

En este contexto, y principalmente desde las constituciones de Brasil (1988) y Colombia (1991), que marcan la “tercera oleada” democratizadora en el continente, se habla de un constitucionalismo latinoamericano. En el marco de las “variedades” de constitucionalismo, ello no representaría nada nuevo: sólo se trataría de la difusión de las ideas del constitucionalismo europeo de la post-guerra aplicadas a un continente condenado ser el “mausoleo de las modernidades”. Esta recepción, principalmente expresada en la supremacía constitucional de los derechos fundamentales, sería un ejemplo más de las constantes exportaciones de los “sitios de producción” del derecho. Si a ello agregamos el refuerzo de los poderes judiciales de revisión, o el denominado control de constitucionalidad, expandido por los programas globales de promoción de sistemas de justicia con financiamiento estadounidense, entonces llegamos al “fin de la historia” del derecho constitucional: en tanto lenguaje de progreso, debemos esperar que los tribunales interpreten y apliquen los estándares contenidos en las normas sobre derechos fundamentales o en los tratados internacionales de derechos humanos. Así llegamos, a fines de la década pasada, a acuñar el término neoconstitucionalismo. En pocas palabras, se trata de una doctrina o corriente que supone que el derecho controla y corrige a la política a través de estándares abiertos a la lectura moral e incluidos en la constitución. Para ello, permite un amplio acceso a la tutela judicial y un extendido ámbito de competencia a la jurisdicción constitucional. Toda medida o política queda sujeta al control constitucionalidad. Diversas victorias judiciales han marcado el éxito del neo-constitucionalismo en contextos de crisis políticas extendidas a nivel global, con niveles decrecientes de participación social y política, y con baja confianza en las instituciones representativas tradicionales. En América Latina, una región abrumada por continuas crisis de representatividad parlamentaria, y aquejada por un hiper-presidencialismo que a veces parece descansar en liderazgos personales, los críticos sostienen que el neo-constitucionalismo implica un doble agravio: a la idea básica del gobierno del derecho (en contraste con el gobierno supuestamente ‘arbitrario’ de los hombres), y al principio de la auto-determinación colectiva o soberanía popular. De algún modo, el neo-constitucionalismo, en su versión latinoamericana, implica la prioridad de la parte dogmática por sobre la estructura o arquitectura constitucional elegida (prioridad de los derechos fundamentales); pero, además, implica la indiferencia con respecto al origen o al fundamento democrático de los objetos de control de constitucionalidad (prioridad de la función normativa que cumple la constitución). El derecho legislado queda así subordinado al derecho constitucional, y este último viene determinado por principios abiertos a la argumentación moral. La forma del derecho se disuelve entonces en moral, perdiendo su identidad propia, y dejando a la contingencia política la conformación de cortes progresistas o conservadoras, según sea el caso.

Producto de estas y críticas, diversos países con largas historias de exclusión social y política enfrentaron sus respectivas crisis con la creación de nuevas constituciones a partir del ejercicio del poder constituyente originario. En este contexto, la Constitución de Venezuela en 1999 dio inicio a una serie de reflexiones en la academia ibero-americana, que fueron desarrollándose con los procesos de las constituciones ecuatoriana (2008) y boliviana (2009). Producto de ello, hoy se habla del nuevo constitucionalismo latinoamericano, que podría explicarse por las siguientes características: el predominio de un poder constituyente originario que, a través de asambleas constituyentes de conformación plural e inclusiva, crea un texto constitucional que dará sustento al ethos transformador de sociedades marcadas por la pobreza, la desigualdad y la exclusión social y étnica. Además, se agregan cuestiones que son inéditas para el constitucionalismo liberal, como los controles ciudadanos sobre los poderes políticos (el denominado ‘cuarto poder’ ciudadano), la elección de los representantes de la justicia constitucional, instancias de pluralismo jurídico o autonomías indígenas innovadoras para la tradición constitucional del Norte-Global, o mecanismos de democracia directa en diversos niveles de la administración del estado. Para algunos, se difumina la distinción entre política y derecho, pues la función de la constitución es mantener “siempre vivo” el espíritu del poder constituyente originario, manteniendo un “originalismo interpretativo” que permita siempre derrotar aquellas interpretaciones que puedan poner en peligro el espíritu revolucionario. La sentencia del máximo tribunal venezolano, a propósito del control de constitucionalidad de la recientemente aprobada ley de amnistía para los denominados “prisioneros de conciencia”, es un ejemplo paradigmático de aquello. La forma del derecho, incluso del derecho constitucional, se disuelve así en la voluntad cambiante del poder constituyente originario, subordinada a lo que diga el control constitucional de turno.

Al parecer, estos serían los grandes relatos del constitucionalismo latinoamericano, en un continente que atribuye a sus constituciones la responsabilidad por guiarnos hacia un camino de prosperidad y desarrollo. En este escenario, ¿cuál será la narrativa regional que encausará el proceso constituyente chileno? ¿qué ideas surgirán en los diálogos ciudadanos? ¿qué podemos aprender de las fortalezas y limitaciones de estas dos corrientes o escuelas del constitucionalismo latinoamericano?

En mi opinión, el debate constitucional chileno tiene la posibilidad de optar por una “tercera vía” constitucional, que aquí denominaré “constitucionalismo igualitario”, por su compromiso radical con la democracia como forma de gobierno y con la igual dignidad de los miembros de la comunidad política. Haciéndose cargo de las críticas dirigidas a los modelos o corrientes explicadas anteriormente, el constitucionalismo igualitario sostiene lo siguiente: la constitución no es principalmente una norma, sino una decisión sobre como configurar el poder, que en definitiva definirá nuestra identidad política. Para ello, la constitución debe ser entendida como una estructura que da lugar a un proceso político que le permite ir desarrollando las condiciones de identidad de esa comunidad política de manera democrática. En ese marco, la constitución juega un rol fundamental, ya que garantiza la igual importancia de las libertades civiles, sociales y políticas, dando lugar a la formación de discursos que están constantemente siendo procesados por el debate político. Bajo el constitucionalismo igualitario, vuelven a cobrar importancia la legitimidad democrática de la constitución (la aspiración principal del Nuevo constitucionalismo igualitario, expresada en el desarrollo de asambleas constituyentes), pero siempre bajo la atenta traducción que de aquella legitimidad externa hacen los dispositivos que conforman la arquitectura constitucional seleccionada. Para algunos, el constitucionalismo igualitario es la recuperación de la preocupación por la “sala de máquinas” de la constitución, esto es, la parte orgánica de las constituciones, que determinan y afectan lo que vamos a entender de la parte dogmática. Para ello, se sostiene, hay que pensar más allá de los jueces, e incorporar el rol activo que pueden jugar los parlamentos, recuperando la “dignidad de la legislación”, o el rol decisivo que juegan las administraciones y las burocracias estatales.

Sin embargo, esta corriente va un poco más allá, y destaca la idea básica de que la forma del derecho puede ser garantía de la libertad, siempre y cuando esta venga creado de manera adecuada, por procedimientos democráticos que funcionen en base a los desafíos de un continente afectado por la pobreza, la desigualdad y la histórica exclusión étnica y social de los pueblos originarios y de sucesivos grupos vulnerables (de ahí la preocupación, por ejemplo, por acciones afirmativas). En definitiva, un derecho que venga creado por un proceso político en el que vengan garantizadas tanto la autonomía personal como la auto-determinación colectiva ¿Puede Chile ser capaz de crear una constitución que responda a los desafíos que nos plantea el debate actual del constitucionalismo latinoamericano? Sólo la política, entendida como aquella constante actividad de embarcarse en proyectos colectivos, nos dará respuestas al respecto. (Santiago, 2 mayo 2016)

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