Artículos de Opinión

Defensa del Tribunal Constitucional.

Con respecto a la curiosa imputación de ser el T.C. un órgano "contramayoritario", esta expresión resulta absurda. Ella significa ir contra la mayoría; y el T.C. es designado por dos órganos que representan a la mayoría -el P. de la R. y el Congreso- y por un tercero ajeno al juego de mayorías y minorías.

El Excmo. Tribunal Constitucional (T.C.) ha venido siendo objeto de agudas críticas por su diseño institucional; por su hipotética politización;  por ser “contramayoritario”;  y por frenar -sin respaldo electoral-  la función del Poder Legislativo a través del control preventivo de constitucionalidad.  Sin embargo,  sus apasionados objetores no logran percatarse de que ninguna de ellas es responsabilidad del T.C. sino de los mismos congresales que lo critican.
Analicemos cada una de estas objeciones.
El diseño original del T.C. en los dos proyectos que convergieron en la reforma constitucional de 2005 -el de la Concertación y el de la Alianza por Chile-  establecía un Tribunal de nueve miembros, cada uno con un voto igualitario cuyo número impar descartaba el voto dirimente del Presidente en caso de empate entre dos posiciones contrapuestas.
Sus nueve miembros eran elegidos, por iguales partes, por el Presidente de la República (P. de la R.), por el Senado y por la Corte Suprema. Durante su tramitación se despertó la ambición de la Cámara de Diputados, que reclamó el derecho a elegir a dos de sus miembros. Después de una ardua discusión, se acordó que al Congreso le corresponderían cuatro cupos, dos de los cuales serían elegidos  libremente por el Senado y los otros dos  también los elegiría el Senado, pero a propuesta de la Cámara de Diputados. Así pues, tanto el número par de sus miembros como la necesidad del voto dirimente de su Presidente  en caso de empate, son la consecuencia de la decisión soberana del legislativo al aprobar la Ley Orgánica Constitucional (LOC.) N° 20.050.  Por lo que este diseño no puede imputarse al T.C. sino a sus autores.
En cuanto a la supuesta politización del T.C. habría previamente que demostrar lo indemostrable:  que los Ministros del T.C., al  fundar sus sentencias  preferirían anteponer sus tendencias ideológicas sobre  los claros principios y normas de nuestra Constitución.
Esta hipótesis malévola también se vuelve  contra los órganos políticos que los designaron -el P. de la R. y el Congreso- pues la mayoría de los integrantes del T.C. (7 de 10) habrían sido elegidos por sus inclinaciones políticas antes que por su honesta y probada sumisión al mandato de la Constitución. Ahora bien, cabe preguntarse si esa irresponsabilidad recae en los elegidos o en quienes los designaron.
La respuesta es que, en la delicada materia de la eventual politización del T.C., la responsabilidad no recaería en sus miembros sino en los autores de su Ley Orgánica, quienes diseñaron un sistema de elecciones separadas por cada órgano designante en vez de la elección de cada uno de sus miembros, compartida por todos ellos.
En el sistema vigente, cada Ministro del T.C. elegido sólo cuenta con la confianza del órgano  que lo eligió.  Pero carece del respaldo de los demás órganos ajenos a su elección.  Resulta así que el P. de la R., que tiene la potestad exclusiva de designar a su arbitrio a tres integrantes del T.C., tendría que ser muy poco sagaz para elegir a tres opositores a sus ideas y a sus posición política en lugar de asegurarse tres votos que le garanticen adhesión a su programa político y a sus proyectos legislativos.
Otra falla del sistema consiste en la total ausencia del T.C. en su propia composición, de la que debiera ser su principal protagonista.  Así  ocurre con la intervención de la Corte Suprema en la designación  de sus miembros (Art. 78, inc. 3° -CPR).  Tanto el T.C. como la Corte Suprema son tribunales autónomos e independientes en sus respectivas jurisdicciones;  por lo que no se divisa la razón por la cual uno de ellos deba intervenir en la composición del otro.
En los círculos de estudio de la Reforma Constitucional de 2005, propuse, a modo de ejemplo de una designación compartida, el siguiente:  a)  el T.C. propone al P. de la R., para la designación de cada uno de sus miembros, una quina de candidatos;  b)   El P. de la R. designa a uno de ellos;  y  c)  el Congreso Nacional, por la mayoría de los senadores y diputados en ejercicio, confirma  o rechaza al candidato propuesto  y -en este último caso- deberá el  T.C. completar la quina, reemplazando al rechazado, y  el P. de la R. deberá proceder a una nueva designación.
De esta manera, cada miembro del T.C. contaría con el respaldo de los tres órganos interesados en su elección y no sólo con uno de ellos, como actualmente ocurre. Esta aprobación tripartita -además- contribuiría a eliminar el riesgo de politización del T.C. ([1]).
Con respecto a la curiosa imputación de ser el T.C. un órgano “contramayoritario”, esta expresión resulta absurda.  Ella significa ir contra  la mayoría; y el T.C. es designado por dos órganos que representan a la mayoría -el P. de la R.  y el Congreso- y por un tercero ajeno al juego de mayorías y minorías.  Quienes usan este término  impropio no se percatan de que en Chile todos los órganos de control son extramayoritarios pues tienen una función de especialidad técnica, ajena a la lucha política entre mayorías y minorías.  Lo  es la Contraloría (C.G.R.)  cuya función más relevante es fiscalizar la legalidad de los actos de la Administración, incluyendo al P. de la R.   Lo es el Tribunal Calificador de Elecciones  que controla la regularidad de las elecciones del P. de la R., la de los congresales y la de los plebiscitos.  Y  lo  es -en su más alto nivel-  el  T.C.  cuya función esencial es el control de constitucionalidad de las leyes, tanto en su nacimiento como en su aplicación,  sin perjuicio del resto de sus 16 atribuciones.  Lo es, finalmente,  en cierto modo, la justicia ordinaria pues  controla la correcta aplicación de las leyes civiles, penales y administrativas al conocer todos los asuntos judiciales  que se promueven en el territorio chileno con la sola excepción  de aquéllas que la Constitución y las leyes atribuyen a tribunales especiales (Art. 76 -CPR.  y 5° COT).
Dios nos libre del día en que el T.C., los Magistrados de la Justicia Ordinaria, los miembros del TRICEL, o el Contralor General de la República deban ser elegidos en campañas políticas. (Santiago, 16 abril 2018)
 De todo lo cual se colige lo impropio de la expresión “contramayoritario” y la absurda pretensión de creer que en una república democrática sólo son legítimas las autoridades elegidas por la mayoría (Art. 5° – CPR).
Finalmente, examinemos objetivamente la contradicción de aceptar el control de constitucionalidad posterior a la entrada en vigencia de la ley y rechazar el control preventivo de su constitucionalidad.
Ambas formas de control obedecen a un mismo principio y a una misma finalidad:  asegurar que las leyes que se dicten guarden coherencia con los principios que orientan y las normas que integran la Constitución.
El  control  preventivo está contemplado en el inciso 1° ordinal 3° del Art. 93 CPR. y  sus restrictivos requisitos, en los incisos 4°, 5° y 6° del mismo artículo.
Estos requisitos impiden que el T.C. actúe de oficio; y así, el respectivo requerimiento sólo puede formularse por el P. de la R., por cualquiera de las Cámaras legislativas o por una cuarta parte de sus miembros en ejercicio (inc. 4°).
Basta esta connotación para concluir que el T.C. no es el responsable de utilizar el control preventivo de constitucionalidad sino que lo son -en exclusiva-  los dos órganos que concurren al ejercicio de la función legislativa.
Pero,  además,  el  inc. 5° obliga al T.C. a resolver el requerimiento “dentro del plazo de diez días”  contados desde que lo reciba, plazo prorrogable, hasta otros 10 días sólo por motivos graves y calificados.
Y el inc. 6° prescribe que “El requerimiento no suspenderá la tramitación del proyecto”, excepto  -claro está- la parte impugnada, pero sólo hasta la expiración del breve plazo anteriormente previsto.
Dada la lentitud habitual con la que el Congreso despacha las leyes, resulta una cuestión bizantina hacer  de estos breves plazos un escándalo.  Pero lo que resulta absurdo -por decirlo de un modo amable-  es culpar al T.C.  de frenar el curso de la legislación  por obra del control preventivo de constitucionalidad, en circunstancias que los únicos llamados  a  promoverlos  son el P. de la R.,  las Cámaras legislativas o una parte de ellas.
En este ataque obsesivo al Tribunal Constitucional, se olvida lo esencial:  el control preventivo  fue ideado para evitar que, al final del largo proceso de formación de la ley, alguno o varios de sus preceptos sean declarados inconstitucionales  por su disconformidad con la Constitución Política  de la República, infringiendo así el principio de su supremacía  (Art. 6° – CPR.)   El  control preventivo  de constitucionalidad evita este riesgo y resuelve oportunamente las dudas que se susciten en dicho proceso.
Es  verdad que el T.C. puede adolecer de deficiencias en su diseño, en el sistema de elección de sus miembros  o en alguno de sus procedimientos.  Pero resulta injusto y cobarde el agresivo ataque del que ha sido víctima.
Injusto, porque ninguna de las imputaciones que se le han hecho son de cargo suyo sino de quienes las originaron.  Cobarde, porque el T.C. no puede descender a la palestra a defenderse ni a contraatacar a sus detractores.
Y  tanto la nobleza de su pasividad como la trascendencia de sus funciones merecen nuestro respeto. (Santiago, 16 abril 2018)

 

 


[1] Ver:  “El Nuevo Tribunal Constitucional”  en  “Reforma Constitucional”, Coord. Francisco Zúñiga U., Lexis Nexis, Stgo., 2005, pg. 645.

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