Artículos de Opinión

La decadencia de Occidente.

En una visión personal, la decadencia de occidente también está marcada por la ambición generalizada a tener más, en lugar del empeño por ser mejor.

Este artículo intenta rescatar del olvido la audaz profecía de Oswald Spengler, publicada hace un siglo, pero que llama a reflexión hasta hoy.   Allí reconstituyó la historia, la anidó en la cultura de cada pueblo, distinguió sus ciclos y pronosticó que culmina en la respectiva civilización, cuya cúspide inicia su declinación.   Podemos constatar actualmente el brillo deslumbrante de la civilización occidental con el que se inicia el derrumbe de su cultura.

 

Este año ha adquirido actualidad la audaz profecía de Oswald Spengler (1880-1936) contenida en su obra más famosa cuyo título encabeza estas líneas.  Lo mencionó el columnista de “El Mercurio”  don Joaquín Fermandois en su “Fin de Occidente” (05-VI-18)  y ese mismo diario abrió una reflexión sobre el tema en su Sección “Artes y Letras” del domingo 10-VI-2018.
La ópera prima de Spengler, escrita en 1911 y publicada al término de la Gran Guerra, en 1918 -es decir, hace exactamente un siglo atrás- mereció de José Ortega y Gasset en su “Proemio” a la edición española, el siguiente comentario: “La Decadencia de Occidente es, sin disputa, la peripecia intelectual más estruendosa de los últimos años”.
En la edición de El Mercurio, del 06-VII-1986, en homenaje al 50° Aniversario del deceso de Spengler, el escritor rumano, Vintila Horia escribió: “… el mérito del pensador alemán… ha sido el de poner las bases de una epistemología de los acontecimientos, de haber edificado un pasado humano total, una vez investigadas no sólo todas las culturas y civilizaciones sino, sobre todo, el conjunto de todos los saberes”.
Spengler barrió con los monarcas, los imperios, las guerras, los héroes, las fechas y el lugar de los acontecimientos como los protagonistas de la historia.  Barrió también       -siguiendo a Goethe- con la idea de la “Humanidad” y, por ende, de su pretendida historia.  Dijo: “… Humanidad es un concepto zoológico o una palabra vana.  Que desaparezca ese fantasma del círculo de problemas referentes a la forma histórica y se verán surgir con sorprendente abundancia las verdaderas formas… En lugar de la monótona imagen de una historia universal en línea recta que sólo se mantiene porque cerramos los ojos ante el número abrumador de los hechos, veo yo el fenómeno de múltiples culturas poderosas, que florecen con vigor cósmico en el seno de una tierra madre, a la que cada una de ellas está unida por todo el curso de su existencia.  Cada una de esas culturas imprime a su materia, que es el hombre, su forma propia; cada una tiene su propia idea, sus propias pasiones, su propia vida, su querer, su sentir, su morir propios”;  “… cada cultura posee sus propias posibilidades de expresión, que germinan, maduran, se marchitan y no reviven jamás”.
Así pues, la verdadera protagonista de la historia -según Spengler- es la cultura que ha desarrollado cada pueblo en los distintos lugares y épocas de la vida terrestre. Y la decadencia de la cultura occidental está marcada por la contraposición entre la cultura, que encierra las más nobles conquistas del espíritu de un pueblo -hoy hablaríamos de sus “valores”- y su civilización que es “el inevitable sino de toda cultura”.
Dice Spengler que “Civilización es el extremo y más artificioso estado al que puede llegar una especie superior de hombres.  Es un remate (en el sentido de coronamiento); que subsigue a la acción creadora como lo ya creado, … a la vida como la muerte, a la evolución como el anquilosamiento, al campo y a la infancia de las almas… como la decrepitud espiritual y la urbe mundial, petrificada y petrificante.  Es un final irrevocable, al que se llega siempre de nuevo, con íntima necesidad”.
Y luego precisa: “La urbe mundial significa el cosmopolitismo ocupando el puesto del ‘terruño’, el sentido frío de los hechos sustituyendo a la veneración de lo tradicional; significa la irreligión científica como petrificación de la anterior religión del alma.  El dinero como factor abstracto inorgánico, desprovisto de toda relación con el sentido del campo fructífero y con los valores de una originaria economía de la vida… En la urbe mundial (hoy hablaríamos del mundo globalizado) no vive un pueblo sino una masa.  La incomprensión de toda tradición que, al ser atacada, arrastra en su ruina a la cultura misma… la inteligencia aguda, fría, muy superior a la prudencia aldeana, el naturalismo de sentido novísimo que saltando por encima de Sócrates y Rousseau va a enlazarse, en lo que toca a lo sexual y lo social, con los instintos y estados más primitivos… todo eso caracteriza bien, frente a la cultura definitivamente conclusa, frente a la provincia, una forma nueva, postrera y sin porvenir, pero inevitable, de la existencia humana”.
Pese a la época en la que Spengler concibió su obra, cómo no admirarse de su temprana profecía de la decadencia de Occidente, al advertir la situación que hoy experimenta la cultura occidental.
En una visión general, es posible comprobar la posición desmedrada de los países productores de materias primas frente a las grandes potencias que fijan su valor y los términos de su intercambio; la actual pugna de EE.UU. con la Unión Europea y su “guerra comercial” con China; el enfrentamiento suicida entre los visionarios que luchan por mantener viva la unidad de Europa -prolongando así la Paz Europea y el progreso de sus pueblos- y sus detractores, que intentan desligarse de ella sin advertir los riesgos destructivos de su disolución;  la inmadurez de los estados latinoamericanos que, a doscientos años de la conquista de su Independencia, viven enredados en rencillas aldeanas y todavía no son capaces de crear la Unión de los Estados Latinoamericanos -unión política, cultural y económica en un solo Estado poderoso- que es la única fórmula capaz de sacarnos del subdesarrollo, unir nuestros recursos y aptitudes y proyectarlos como una potencia mundial que se incorpore con gravitación propia y voluntad igualitaria a las superpotencias que gobiernan al mundo y de las cuales dependemos.
En una visión personal, la decadencia de occidente también está marcada por la ambición generalizada a tener más, en lugar del empeño por ser mejor. Desde la infancia, en lugar de preocuparnos por el desarrollo progresivo de sus aptitudes, se inculca a los niños la idea que hay que aprender a  “ganarse la vida” y a elegir, no la actividad más conforme a su vocación, sino la profesión más rentable -es decir-  donde se gane más dinero.
Habiéndose sustituido el cultivo de los valores por la adoración del nuevo becerro de oro: el dinero, la actividad más rentable ha llegado a ser la de apropiarse de lo ajeno evitando el esfuerzo propio para merecerlo.
Así,  la sociedad occidental vive acosada por el tráfico de drogas y la delincuencia. Todos los días la televisión difunde las luchas entre bandas de traficantes, asaltos a viviendas, violación a dispensadoras de dinero, robos electrónicos a las cuentas corrientes bancarias y los ya habituales “portonazos”; esto, sin contar el vandalismo reinante como la destrucción del patrimonio público, la barbarie del “grafiterismo” incontrolado, los ataques de los estudiantes a sus profesores y a la policía, inclusive con bombas molotov.
También, el deporte -por la influencia determinante del dinero- se ha convertido en un negocio.  A  años luz de la nobleza de su nacimiento en Creta y en las Olimpiadas griegas -que tenían una inspiración sagrada- ahora los clubes deportivos son administrados por sociedades anónimas y los deportistas se tasan, se compran y se transfieren como mercaderías.  Ahora el deporte que se aprecia es el “profesional” y gana más un futbolista de esta nueva estirpe que el más prestigioso profesor universitario o el más destacado científico.
En lugar de la vida apacible de antaño, los ciudadanos de los centros poblados viven enrejados y temerosos de una delincuencia organizada que la policía no logra controlar.  Y como al ciudadano común se le impide portar armas, la delincuencia tiene la doble garantía de usarlas sin tapujos ni permisos y de sorprender indefensas a sus víctimas.
En el campo político, el populismo ha infectado la democracia; y los partidos políticos, por adquirir popularidad lo practican sin escrúpulos, perdiendo así la respetabilidad que otrora conquistaron y llegando a ser desplazados por movimientos sociales del más variado signo ideológico pero con más notoria inclinación al bien común. También la política se ha ido transformando en un negocio lícito destinado a favorecer a sus líderes y operadores, incluyendo los ardides indecorosos que algunos han practicado para financiar sus campañas electorales.
Si la democracia es el gobierno del pueblo -como lo indica su etimología- o, al menos, el predominio de la voluntad de la mayoría en las decisiones del gobierno,  también la democracia occidental denota el fracaso de su finalidad.
Veamos la situación de los trabajadores no profesionales ni empresarios.  Constituyendo ellos la mayoría de la población activa del país y -por ende- la que produce la mayor parte de los bienes del mercado, los trabajadores recogen las migajas del sistema económico a través de salarios miserables y, en general, de remuneraciones insuficientes que les condenan a ellos y a sus familias a una pobreza endémica y a una calidad de vida insatisfactoria.
Ni qué hablar de los habitantes de tantas poblaciones marginales que padecen de la falta de un techo seguro, que carecen de alimentación suficiente, de agua potable, de condiciones mínimas de higiene, urbanización, salud y seguridad, siendo que también son partícipes de la cultura occidental. -¿Puede asegurarse de estas víctimas de nuestra organización social, que ellos disfrutan de la dignidad que garantiza a todas las personas nuestra Constitución Política?
Es cierto que en el ámbito de la cultura occidental también militan las ideas religiosas y los espíritus contemplativos. Pero ni aquéllos ni éstos tienen la gravitación social suficiente para revertir el poder del dinero; y, menos aún, ahora en que tantas autoridades religiosas están siendo investigadas -en todo el mundo- por comportamientos abusivos y desdorosos.
La única vía de escape que yo me atrevo a imaginar para eludir la condena implacable de Oswald Spengler al ocaso de nuestra civilización occidental se encuentra en el cambio radical de la educación que reciben nuestros niños.  Y me refiero sólo a los niños por advertir que gran parte de nuestros jóvenes ya tiene inoculado el virus de nuestra decadencia y así lo demuestra su comportamiento.
La calidad de esa nueva educación ya no puede seguir persiguiendo proporcionar a los educandos cierto caudal de conocimiento con una visión utilitaria.
Ella debería definirse por inculcar a las nuevas generaciones la apreciación de los valores originales de nuestra cultura:  la  libertad y sus límites, la justicia y el perdón, la solidaridad y sus ricas manifestaciones, la amistad cívica, la tolerancia que preside el pluralismo de ideas, el verdadero sentido y finalidad de la democracia, el respeto a la dignidad de la persona de toda condición social; en fin, enseñarles a ser mejores y a elegir su futuro siguiendo fielmente su vocación,  y no intereses atractivos pero ajenos a ella.
Me duele pensar que esté en vías de desaparecer una cultura en cuyo seno he vivido, he gozado y he sufrido.  Pero  son tan evidentes las contradicciones que ella encierra y las señales de su deterioro, que sólo nos queda la esperanza de que la cultura que la sustituya esté fundada en el respeto a la dignidad de la persona humana, en el cuidado de la naturaleza, en la convivencia pacífica de todos los pueblos, en la igualdad de oportunidades para todos y en la posibilidad de cada uno de realizar plenamente su propio destino. (Santiago, 12 octubre 2018)

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