Artículos de Opinión

Promulgación de la ley y vanidad parlamentaria.

Al introducirse ahora una norma sobre cómo debe ser la promulgación de la ley se entra en una materia sobre la que el Código Civil nada quería decir.

Siempre que comenzamos un nuevo ciclo de Derecho Civil, exigimos a nuestros alumnos que memoricen los 24 primeros artículos del Código Civil, siguiendo el consejo de ese gran jurista que fue don Vittorio Pescio y que lo recomienda en el prefacio a su Manual. Son artículos tan precisos, tan bien redactados por la pluma maestra de Bello, con un contenido tan fuerte y duradero, que constituyen un tesoro jurídico y literario.
No piensan lo mismo nuestros parlamentarios que no tuvieron inconveniente en introducir un nuevo inciso al artículo 6 del Código Civil, sólo para exigir que en el decreto promulgatorio de una ley se consignen los nombres de los autores de la moción que le dio origen.
Sin mayor repercución pública, mientras la mayoría de los chilenos se encontraba de vacaciones, el 30 de enero de 2019 apareció publicada en el Diario Oficial la ley Nº 21.136 que contiene un artículo único que dispone: “Agrégase en el artículo 6 del Código Civil el siguiente inciso segundo: ‘El decreto supremo promulgatorio de una ley iniciada en una moción deberá contener, a continuación del nombre de aquella, el de los diputados o senadores autores de la referida iniciativa’".
De esta manera, y dado que la ley entró en vigencia en el momento de su publicación, el actual art. 6 del Código Civil reza así:

Art. 6º. La ley no obliga sino una vez promulgada en conformidad a la Constitución Política del Estado y publicada de acuerdo con los preceptos que siguen.

El decreto supremo promulgatorio de una ley iniciada en una moción deberá contener, a continuación del nombre de aquella, el de los diputados o senadores autores de la referida iniciativa

Es cierto que los arts. 6, 7 y 8 del Código Civil habían sido reformados por la ley Nº 9.400, de 6 de octubre de 1949. Pero esa reforma era necesaria porque los originales preceptos que establecían una vacación de las leyes según la distancia del lugar del territorio nacional donde regirían, habían quedado obsoletos por el avance de las comunicaciones. Los textos, además, se redactaron cuidadosamente para evitar que el estilo del Código sufriera el menor daño posible.
En cambio, ahora la reforma no es respaldada por necesidad social alguna, tanto que ya era una práctica extendida que en los decretos de promulgación de las leyes se indicaran, si era el caso, los autores de la moción. En la misma historia de la ley Nº 21.136 se consigna que esta práctica venía del año 2006 y no había ningún signo que permitiera temer que se eliminara como para hacerla obligatoria por ley. Por otro lado, la redacción que se le dio a la norma es sin duda deficiente y desdice de la solemnidad que deben tener estas normas que son el frontispicio del libro jurídico más importante de nuestro sistema legal.
Hemos de señalar que los autores de la moción, los diputados Diego Paulsen, Jorge Rathgeb, Nicolás Monckeberg y Germán Becker, no proponían introducir la exigencia en el Código Civil, sino que dejarla como una ley autónoma. Más tarde el senador Sergio Galilea propuso que la norma se insertara en la Ley Orgánica Constitucional del Congreso Nacional, ley Nº 18.918, de 1990, pero ante la resistencia de la Comisión de Constitución retiró la indicación.
¿Cuál fue la razón de que se insertara esta exigencia en el Código Civil? Fue en la Comisión de Constitución del Senado, en segundo trámite legislativo, donde surgió esa idea, al parecer por parte del senador Felipe Harboe. Así se lee en el primer informe de la Comisión de Constitución del Senado: “El Honorable Senador señor Harboe propuso aprobar esta iniciativa en los términos planteados precedentemente [como modificación del Código Civil]. Ratificó que esta redacción se puede incorporar, por razones de sistematicidad, en el texto del Código Civil”. La propuesta fue aprobada unánimente por los integrantes de la Comisión, senadores Allamand, De Urresti, Harboe, Huenchumilla y Pérez.
Pero debemos señalar que esto es un craso error. De una mera lectura del ahora inciso primero del art. 6 se observa claramente que el Código Civil no trataba ni pretendía regular la promulgación de la ley, sino sólo la publicación: “La ley no obliga sino una vez promulgada en conformidad a la Constitución Política del Estado y publicada de acuerdo con los preceptos que siguen”. La promulgación debe hacerse conforme a lo que disponga la Constitución, en cambio la publicación se hará conforme a los preceptos que siguen, que son los arts. 7 y 8, que regulan la publicación de la ley y sus efectos.
Al introducirse ahora una norma sobre cómo debe ser la promulgación de la ley se entra en una materia sobre la que el Código Civil nada quería decir. Nótese que ni siquiera señalaba el Código que una ley debiera promulgarse por decreto supremo, siendo esto una exigencia, más bien implícita, de la Constitución (arts. 75 inc. 3º y 99 inc. 3º Const.).
El precepto del art. 6 de nuestro Código ha quedado con dos incisos que no guardan la debida correspondencia y armonía entre sí. Mientras el primero remite la promulgación a las normas constitucionales, el segundo lo contradice ya que entra a regular la promulgación, y señala que debe hacerse por un decreto promulgatorio, que el decreto debe dar un nombre a la ley y que después de éste, en caso de moción, debe consignarse a sus autores.
También se observa que resulta incoherente la frase final del inciso primero con lo que se dispone en el segundo. El primero señala al final que la ley debe ser publicada “de acuerdo a los preceptos que siguen”, pero resulta que ahora el precepto que sigue es el inciso segundo que no se refiere a la publicación de la ley sino a su promulgación.
Por si esto fuera poco, tenemos también un problema de constitucionalidad que salió durante la discusión del proyecto en el Senado. El senador Huenchumilla planteó si con esto no se estaría perturbando la potestad reglamentaria del Presidente de la República constitucionalmente reconocida como atribución de dicha autoridad. Más adelante el senador Galilea propuso insertar los nombres de los autores de la moción en el mismo texto de la ley que se envía a promulgación, ya que “la promulgación se enmarca en la potestad reglamentaria del Presidente de la República, materia que no se puede regular por ley pues su fuente normativa es la Constitución” (2º Informe Comisión Constitución del Senado).
En contra se hicieron valer varios argumentos: que la potestad reglamentaria, incluso la autónoma, debe ser ejercida en conformidad no solo a la Constitución sino a la ley; que ni en el art. 63 ni otras disposiciones constitucionales que regulan las materias de ley existe una norma que impida regular el decreto de promulgación y que el artículo 35 de la Constitución refuerza la misma idea, toda vez que dispone que los decretos que emite el Ejecutivo se deben dictar “en conformidad a las normas que al efecto establezca la ley”.
Todos estos argumentos son refutables. Partiendo por el último, no es efectivo que el art. 35 disponga que los decretos deben dictarse en conformidad a las normas que establezca la ley. Se trata únicamente de los decretos que se emiten con la sola firma del Ministro y por orden del Presidente; son estos los que se sujeta a las normas que “al efecto” (para ese caso) establezca la ley (art. 35 inc. 2º Const.). La invocación del art. 63 y de las disposiciones que tratan de materias de ley olvida que esas normas establecen un dominio legal máximo; por lo que, al contrario de lo que se plantea, si el asunto no está mencionado en alguna de esas normas, sencillamente no es materia de ley y no puede dictarse una sobre él sin vulnerar la Constitución. Finalmente, el argumento de que la potestad reglamentaria debe ejercerse conforme a la ley no tiene apoyo o sustento en la normativa de la Constitución. El art. 32 Nº 6 de la Constitución señala que es atribución especial del Presidente “ejercer la potestad  reglamentaria en todas  aquellas materias que no sean propias del dominio legal, sin perjuicio de la facultad  de dictar los demás reglamentos, decretos  e instrucciones que crea convenientes para la ejecución de las leyes”. Obviamente, tratándose de la potestad reglamentaria de ejecución el Presidente deberá circunscribirse a la ley que pretende ejecutar, ya que de lo contrario el decreto o reglamento será ilegal. Pero esto es muy diferente a estimar que en la forma de ejercer esta potestad, el Ejecutivo deba atenerse a un determinado contenido impuesto por el legislador.
Menos aún tratándose de la potestad reglamentaria autónoma y de la potestad de promulgar las leyes, que viene mencionada de manera separada en el Nº 1 del art. 32, que señala que es atribución presidencial: “concurrir a la formación de las leyes, sancionarlas y promulgarlas”, lo que se hará mediante decreto conforme a lo señalado por los arts. 75 y 99 de la Constitución. Se trata de un cometido que la Constitución entrega al Presidente de la República, con la única exigencia de que, al promulgarla, no se aparte del texto aprobado por el Congreso.
Debe tenerse en cuenta que el Tribunal Constitucional se pronunció sobre esta potestad del Presidente por sentencia de 30 de agosto del 2012, estableciendo que “cuando el artículo 32 N° 1 de la Constitución Política de la República refiere, como atribución especial del Presidente de la República, la de ‘[c]oncurrir a la formación de las leyes, sancionarlas y promulgarlas’, diferencia claramente en el proceso de elaboración de esta clase de normas, entre la función de co-legislador –que se expresa en su concurrencia a la ‘formación de las leyes’, a través de los instrumentos que el ordenamiento constitucional le reconoce, tales como la iniciativa de ley, las urgencias, el veto, etc.­– y las funciones de sanción y promulgación. En ambos últimos casos, se trata de un ejercicio de potestad reglamentaria manifiestamente inserto en el entorno de su variable autónoma y fuera del dominio legal” (cons. 6º rol 2253-12).
Lamentablemente, los argumentos que se dieron para establecer la constitucionalidad de esta intromisión del legislador en una facultad privativa del Presidente hicieron fuerza en los senadores Huenchumilla y Galilea, los que terminaron plegándose a la mayoría. Pero la verdad es que el precepto aprobado es de dudosa o cuestionable constitucionalidad, por decirlo de manera benévola.
¿Y todo esto por qué? ¿Cuál es la razón de bien público o interés general que justifica que en el decreto supremo promulgatorio de una ley quede inscrito el nombre de los autores de la moción que le dio origen? El único motivo que se invoca una y otra vez es que se conozca por la ciudadanía que los parlamentarios también trabajan en la elaboración de las leyes. Mostremos algunos ejemplos de declaraciones en este sentido: “sucede que, en la actual situación –para decirlo en forma muy clara–, ser buen o mal legislador es absolutamente indiferente, pues no hay ninguna forma práctica para dejar constancia del trabajo abnegado, esforzado, muchas veces diligente que se ha efectuado para sacar adelante determinada pieza de legislación” (senador Allamand); “Yo menciono con gran orgullo la Ley de Amamantamiento cuando me preguntan ‘¿Qué hacen ustedes? ¿Para qué sirven los Senadores y los Diputados?’. Y agrego: ‘Hacemos leyes para proteger a los ciudadanos, a las personas’. Y me refutan: ‘Pero sí leí la ley. Aquí está. No se dice que usted trabajó en ella’" (senador Navarro); “por supuesto que soy partidario de la iniciativa. Estimo muy importante que la huella del trabajo quede consignada finalmente dentro del proceso legislativo” (senador Chahuán); “porque de repente hay que dar estos pasos para que los ciudadanos conozcan un poco más sobre una de las principales funciones de quienes los representan: el trabajo legislativo” (senadora Allende); “creo que es primordial que las cosas se sepan. Y no por un efecto narcisista –pienso que en política todos tenemos un poco de narcisismo, algunos más exacerbado, otros menos– […] A mi juicio, la mayoría de las veces no se sabe lo que hacemos. Y lo que no se sabe, no es posible compartirlo, conocerlo” (Senadora Rincón).
Debemos mencionar, por justicia, que hubo algunos senadores que se opusieron a la iniciativa. La principal voz en contra fue la del senador Felipe Kast, quien, salvando la buena intención, alegó que en realidad una medida como ésta no contribuía al prestigio de labor parlamentaria: “no prestigia para nada nuestra actividad legislativa esta lucha por tratar de ponerle apellido a las iniciativas”. Sostuvo, además, que incluso puede crear incentivos perversos en prácticas que ya suceden como la de los gobiernos que buscan una moción dormida de algún parlamentario de su coalición para potenciarlo o de algún parlamentario de la oposición para crear una alianza política.
En este rechazo fue secundado por el senador Moreira quien expresó su opinión en contra básicamente por ser una ley que exalta la autorreferencia: “A mi juicio, el anonimato es mejor para el país –se habla tanto del prestigio de esta Corporación y del Congreso–, sin perjuicio de que la gente sabrá igual quién es quién: el que legisla más y el que legisla menos.­– Lo importante es que lo hagamos por el bien de Chile y que las estadísticas indiquen que las leyes que propongamos lleguen y beneficien a la gente. ¡Eso es más relevante que la autorreferencia!”.
Senadores como Insulza y Navarro cambiaron de posición ya que votaron a favor en general el proyecto pero en la votación en particular declaron su oposición. Insulza destaca que se trata de una iniciativa que exacerba el individualismo: “Creo que el Congreso tiene una tendencia –no estoy criticando a nadie, yo mismo me incluyo– bastante marcada hacia el individualismo, en el que cada Senador intenta tener su propia agenda y manejar sus propias cosas. – A mi juicio, este proyecto enfatiza eso, aparte de acentuar una competencia para ver quién pone su nombre en cualquier normativa que lo ayude a perpetuar su imagen. […] esto es más bien una forma de hacer notar que uno está legislando, no obstante existir mejores maneras de hacerlo más colectivamente y con mayor tranquilidad”. Navarro, que en la discusión en general había apoyado decididamente el proyecto, ahora advierte que no tendrá la utilidad que se espera: “mi crítica a este proyecto de ley es que, en definitiva, no es significativo. Es decir, no va a tener ningún impacto porque los chilenos poco leen, poco leen los diarios, menos el Diario Oficial, para saber que en ese decreto estará el nombre del autor de la moción”.
Todas estas razones, a nuestro juicio sensatas y fuertes, no hicieron mella en la mayoría de los senadores que, tanto en general como en particular, aprobaron el proyecto. Incluso el senador Alejandro Navarro, que primero apoyó el proyecto luego lo criticó terminó votando a favor de la iniciativa “como testimonio”: “voy a votar a favor solo como testimonio, porque tampoco creo que sea un buen proyecto”.
No decimos nada de la discusión en la Cámara de Diputados, en primer y tercer trámite constitucional, ya que no la hubo y el proyecto fue aprobado en ambas instancias casi por unanimidad. En primer trámite sólo tuvo el voto en contra del diputado Joaquín Godoy, y la abstención de los diputados Bellolio, Schilling y Silber; en tercer trámite obtuvo sólo tres votos en contra: diputados Kast, Paulsen y Undurraga y siete abstenciones: diputados Álvarez, Auth, Castro, Leiva, Santana, Schalper y Schilling.
La historia de esta ley, tal como puede consultarse en la web de la Biblioteca del Congreso, pone a las claras que, salvo las honrosas excepciones que hemos referido, gente inteligente y preparada puede ser arrastrada por el deseo de figuración y de autorreferencia (lo que en suma no es más que el clásico pecado capital de vanidad), hasta el extremo de cegarse completamente frente a lo que en realidad la ciudadanía común y corriente piensa.
El desprestigio de los parlamentarios no proviene, al menos no principalmente, del desconocimiento de las labores legislativas que desarrollan, sino de los privilegios que se autoasignan y que la gente percibe como arbitrarios e inmerecidos. Pues bien, el obligar por ley a que los decretos promulgatorios lleven sus propios nombres, no es más que un nuevo privilegio que ellos mismos se han autoconcedido y por ello más que combatir el desprestigio del que se quejan, contribuirá a agravarlo. Y con razón. (Santiago, 27 febrero 2019)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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