Artículos de Opinión

Reflexiones sobre los desafíos del siglo XXI en materia de aguas. Entre el Discurso y la Realidad.

Mientras los derechos de aprovechamiento que no se destinen a fines productivos no estén condicionados a un fin específico como el de consumo humano y saneamiento o el medioambiental, cualquiera de estos objetivos queda fuera de nuestro alcance.

Petorca y la Ligua sólo constituyen ejemplos graves de la sobreexplotación de nuestros acuíferos. Ya no debiera sorprendernos, porque ese escenario se ha ido replicando, una y otra vez, con implicancias tan serias como las que ya sufren dichas comunidades, conforme se ha intensificado el fenómeno del cambio climático. Esta realidad ha ido avanzando al sur del país.
La devastación de los acuíferos ha sido consecuencia, principalmente, del sobreotorgamiento de derechos de aprovechamiento producto, a su vez, de la coexistencia de diversos procedimientos paralelos y sin coordinación alguna que aún subsisten en normas transitorias de nuestra legislación de aguas y que, sin embargo, han sido aplicados –y entendidos- como parte integrante del texto permanente de la ley.
Uno de estos resabios históricos lo constituye la regularización de los denominados “usos consuetudinarios o inmemoriales” de aguas, por la vía judicial no contenciosa, aplicable a aquellos usos que se hubiesen originado con anterioridad a la entrada en vigencia del Código de Aguas de 1981; y el otro, por la determinación de derechos de aprovechamiento provenientes de predios expropiados por la Corporación de Reforma Agraria (CORA), actual Servicio Agrícola y Ganadero (SAG).
Así, sobre los derechos de aprovechamiento constituidos por la Dirección General de Aguas (DGA) -otorgados sobre la base de la disponibilidad de la fuente y en consideración a la relación existente entre las aguas superficiales y subterráneas-, el SAG, por una parte, y los Tribunales de Justicia, por la otra, determinan y regularizan derechos sin observar los criterios de la DGA, y sin perjuicio de la declaraciones de zona de prohibición para nuevas explotaciones de aguas subterráneas, declaradas por esta última autoridad administrativa.
Si a las falencias legales agregamos la concepción autónoma e independiente que tiene el titular de un derecho de aprovechamiento de ejercicio permanente de frente a la explotación de un recurso que en su fuente de abastecimiento y por su propia naturaleza es común, el resultado es y ha sido, su sobreutilización.   
Ante estas circunstancias urgentes, en que el camino de la salvación sólo parece dibujarse disminuyendo el estrés hídrico y aplicando medidas para generar mayor disponibilidad de aguas, el debate, parece agotarse ante la expectativa de declarar el reconocimiento del derecho humano al acceso al agua, como lo ha recomendado la Asamblea General de las Naciones Unidas (Resol. 64/292, de 28 de julio de 2010). Cabe preguntarse acerca de los alcances prácticos de dicho reconocimiento.     
Nuestra antigua legislación de aguas (Art. 30, Código de Aguas de 1951), ya contemplaba una prelación de usos para el otorgamiento del derecho de aprovechamiento de aguas ubicando, en los dos primeros lugares la concesión para la “bebida y servicio de agua potable de las poblaciones (…)” y para los “usos domésticos y saneamiento de poblaciones.”. Sin embargo, desde 1981 en adelante, ya no se contemplan reglas de priorización de usos –ante dos o más solicitudes sobre las mismas aguas, la asignación del derecho queda entregada a un “remate”, es decir, se adjudica el derecho aquel que esté dispuesto a pagar más por él-. El uso para la bebida y el consumo doméstico sólo se reconoce como una extensión del derecho de dominio del dueño del predio para cavar en suelo propio un pozo para extraer aguas con esos fines o como una norma residual en caso de que se expropien aguas para satisfacer necesidades domésticas de una población; y, excepcionalmente, y a contar del año 2005, para reservar aguas para el abastecimiento de la población por no existir otros medios para obtener el agua, en caso que existan solicitudes pendientes.
De este modo, sobre la consideración al “uso” o a los derechos “condicionados a un uso” inicial o determinado, ha pasado a primar la regla de la libre transferibilidad de los títulos, cuya máxima se resume en que “el derecho de aprovechamiento (…) no quedará en modo alguno condicionado a un determinado uso y su titular o los sucesores en el dominio a cualquier título podrán destinarlo a los fines que estimen pertinentes” (Art. 149, inciso final, Código de Aguas).
Bajo estas premisas, ¿qué sentido tiene declarar el derecho humano al agua potable limpia y el saneamiento si no se concede una distinción, una priorización y un derecho condicionado a ese uso? ¿No será más lógico y simple revisar nuestra antigua legislación y compararnos con nosotros mismos para saber que en el siglo XX ya teníamos en gran parte resuelto el problema del abastecimiento para el consumo humano?
De no revertir estos conceptos, más lejos quedaremos aún de comprender los desafíos del siglo XXI en materia de aguas, como lo son aquellos relativos a la seguridad hídrica que, sólo en materia de disponibilidad, implican mantener un acervo de agua que sea adecuado, en cantidad y calidad, para el abastecimiento humano, los usos de subsistencia, la protección de los ecosistemas y la producción. Mientras los derechos de aprovechamiento que no se destinen a fines productivos no estén condicionados a un fin específico como el de consumo humano y saneamiento o el medioambiental, cualquiera de estos objetivos queda fuera de nuestro alcance.
Las meras declaraciones de principios como aquella que hasta ahora propone consagrar “el derecho humano de acceso al agua” o los retos de la “conservación medioambiental” sólo tienen sentido y dotan de buena salud al ordenamiento jurídico, cuando se sustentan en un verdadero deber del Estado en orden a crear las condiciones necesarias para que un derecho, como tal, pueda ser respetado, ejercido y defendido. Lo demás, es mera retórica. (Santiago, 28 marzo 2019)

 

 

 

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