El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, testificar, en el sentido judicial, significa deponer, es decir, declarar como testigo en algún acto judicial.
Esta palabra, sin embargo, tiene un origen peculiar, porque, se dice que, de acuerdo con la tradición romana, cada persona llamada al foro, es decir, a juicio, como testigo, se comprometía a decir la verdad realizando un gesto ritual que consistía en tocarse los testículos con la mano derecha.
Según con algunos entendidos en la materia, la palabra española testigo procede de la latina testificare, la cual está compuesta de dos palabras diferentes: testis, o sea, testigo, y facere, es decir hacer.
Por su parte, el termino latino testiculus significa “testigo de virilidad”. Y como la otra, testiculus es el resultado de la unión, a su vez, de otras dos palabras. La primera, testis, testigo, y la segunda, el diminutivo culus. En consecuencia, la palabra testículos significa, en latín, “pequeños testigos”.
Para los romanos, como sabemos a través de la literatura y el cine, la sexualidad era una fuente importante de la vida. Por lo tanto, ¿sobre qué cosa más sagrada se podía jurar que sobre la propia virilidad?.
Sin embargo, cabe señalar que esta explicación ha sido refutada por otros expertos del Derecho Romano que dicen que tanto las fuentes jurídicas antiguas, como las Instituciones de Gayo o el Digesto, del emperador Justiniano, nunca mencionaron este ritual, por lo tanto, no hay prueba material de que se produjera así.
La palabra latina “testis”, dicen, significa “testigo”, pero en un contexto muy diferente: cuando los romanos deseaban solemnizar un acto civil ante el pretor (como denominaban a sus jueces los romanos), estaban presentes cinco testigos en edad civil que daban fe del acto, pero nunca se tocaban los testículos.
Explican que el procedimento era siempre el mismo, la diosa Iustitia presidía las audiencias romanas, y, se prestaba juramento ante ella, al tiempo que se advertía a la persona de las penas que se le impondrían por calumniar, prevaricar o injuriar a los presentes.
Esto era patente en la solemnidad para liberar a un esclavo ante el pretor: antes de quedar libre, juraba desde el “ius sacrum” cumplir con su deber de apoyar a su futuro “patronus” al ser liberado, y ello lo hacía emitiendo un “votum” o juramento sagrado ante la diosa Iustitia, sin tocarse nada por debajo de la cintura.
Por otro lado, hay otra explicación, que está relacionada con la Iglesia, y en concreto con la leyenda de la papisa Juana.
Según cuenta la historia, hubo una mujer que, haciéndose pasar por hombre, se convirtió en Papa entre los años 855 y 857.
Juana, que así se llamaba la mujer, era alemana e hija bastarda de un monje, que se ocupó de su bienestar en el seno de la Iglesia. Viajó por toda Europa y visitó las cortes más poderosas del momento.
En el 848 se trasladó a Roma, donde conoció al Papa León IV, del que se convirtió en su mano derecha ocultando hábilmente su identidad sexual.
Cuando falleció León IV, en julio del 855, consiguió que el Colegio Cardenalicio la eligiera como nuevo Papa.
La papisa Juana, según la leyenda, consiguió mantener la ficción durante dos años, hasta el 857, cuando, en medio de una procesión, comenzó a sentir las contracciones de su avanzado embarazo y tuvo que dar a luz en público. De acuerdo con unos, la muchedumbre, enfurecida, acabó con ella. Y según otros, murió a consecuencia del parto.
Por ello, a partir de entonces la Iglesia obligó a que se verificaran los atributos sexuales de los futuros Papas.
Así, se encargó a un escolástico a que examinara manualmente los testículos del nuevo pontífice a través de una silla perforada. Cuando acababa la inspección, y si todo estaba bien, debía pronunciar una sentencia: “Duos habet et bene pendentes”, que en nuestro español significa: “Tiene dos y cuelgan bien”.
El testigo atestiguaba que los testículos del Papa eran auténticos. Hoy día, se considera que la historia de la Papisa Juana no es más que pura leyenda, una leyenda en la que la propia Iglesia creyó como verdadera hasta el siglo XVI.
Por: Carlos Berbell y Yolanda Rodríguez
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