En tiempos de virulentos ánimos bélicos que se toman el debate internacional y el ya complejo escenario interno marcado por la escalada de tensiones de las posiciones interpretativas sobre las crisis que golpean a las instituciones sociales que son depositarias de expectativas de desarrollo para la nación, no es prudente sumar mayores odiosidades al momento de reflexionar.
Cuando las pausas y los deseo por el diálogo cívico, como pequeños lujos de rencontró con nuestra Historia, dejan de ser apreciadas con el importe de superación que en ellas yacen, y se entienden como excusas para dilatar la acción rápida a problemas complejos, no queda más, entonces, que guardar los decoros en la selección de las palabras. Y es así que vengo, como comentarista y profesional letrado de estos oficios auxiliares de la administración de justicia y colaborador de la paz social, en precisar el alcance de mis palabras, pues vale reparar en los detalles de selección de las palabras, más aún cuando los principales beneficiarios de estos servicios formativos son niños, niñas y adolescentes. De ahí que < decadencia sistémica > ha de entenderse terminológicamente: de figuración adjetiva calificativa, así como relacional, la palabra decadencia, se usó por primera vez – según mis escuetos estudios de filología – en textos de carácter historiográficos en la Edad Media; teniendo su raíz morfológica en la palabra decadentia, del latín medio. Adquiere, desde entonces, semántica histórica-filosófica de comparar el estado actual de determinado objeto de análisis en relación a su evolución y efectos conductuales en el tiempo. Así, junto con significar el acto de “ir a menos”, tiene, además, una dimensión estética: aquello que es reprochable o aceptable según las ventajas o bondades que de él emanan, pero bajo el lente de un determinado momento histórico en que es apreciado. Evaluando su conservación o desprecio.
Así pues, ha devenido en decadente el sistema educacional cuando se abrazan, en pro del mal menor, aires transigentes de la violencia de padres y alumnos hacía el profesor, así como el abuso de éste en su rol de asimetría. Es decadente un sistema educacional que ha dejado de ser depositario de la expectativa de progreso social, en cuanto vehículo de movilidad socioeconómico y cultural, como si se despreciaran los intentos por la igualdad por la vía de la formación homogénea con un currículum nacional de contenidos. Es decadente un sistema educacional que paraliza su funcionamiento por los narcos funerales, el ingreso de armamento a las salas de clases y su pasiva intolerancia. Hay decadencia en los estudiantados cuando pierden el respeto a la figura de autoridad; el profesor, junto con los padres, son en los primeros años del alumno niño, niña o adolescente la imagen más cercana de autoridad y respeto; y si aquello no se formado en su impresión, más de algo estamos haciendo mal como sociedad.
La desvirtud que nos permitimos en la convivencia social no sólo daña la forma en que nos relacionamos interpersonalmente, sino que se proyecta e institucionaliza en aquellos espacios en que mayormente pasan su tiempo los NNA. Atrás está quedando la Escuela como casa de las primeras letras y el refuerzo de los valores que como colectivo nos interesan heredar. El recambio generacional y abandono de conductas autoritarias del profesorado al reemplazo del “profe amigo” o “por ese que no es tan distinto a mí” es un acto de decadencia. La Educación es, junto con el resguardo de la República Democrática, la obra colectiva de mayor trascendencia social no sólo por el número de sus actores, sino por la modulación cultural que en ella se forja. No es el especio para grotescas ventajas lucrativas o superposición de un grupo o ideología por sobre otra, sino, la instancia de más noble y laborioso trabajo, colaboración, cultivo de disciplina y respeto cívico; la instancia para fomentar la justicia, equidad y el sabernos meritocráticos. De ahí, sí bien, la necesidad del cuidado por las formas, empero, jamás, el abandono por la custodia proteccional del fondo.
Kevin I. Seals Alfaro
Lic. en Ciencias Sociales con mención en Ciencias del Derecho y Minor en Ciencias Políticas por la Universidad Adolfo Ibáñez;
Diplomado en Derecho de Familia e Infancia por la Universidad Andrés Bello;
Diplomando en Mediación Familiar por la Pontifica Universidad Católica de Chile;
Miembro de la Academia de Derecho Civil UDP