Artículos de Opinión

Asimov y la Constitución.

Históricamente las constituciones, como reacción al “Antiguo Régimen”, pretendieron prioritariamente contener al (nuevo) Poder dentro de límites precisos y acotados. Para ello emplearon diversas técnicas tales como la división de poderes y los derechos de las personas. No en vano la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), en su artículo 16, planteó tajantemente que “Una sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución”.

Isaac Asimov, en su libro “The Stars, Like Dust” (1951), con el cual comienza su “Trilogía del Imperio Galáctico”, y que ha sido publicado en lengua castellana con los títulos “Rebelión en la Galaxia” y “Polvo de Estrellas”, aborda un aspecto jurídico de primer orden, en especial para el Derecho Público: el fin e importancia de las constituciones.

El libro, en síntesis, narra la historia de la Humanidad en un futuro muy lejano, en el cual ésta se ha extendido por la Galaxia, colonizando gran cantidad de planetas. Entonces, la Tierra es habitable sólo en forma parcial, ya que a consecuencia de una guerra nuclear gran parte de ella fue contaminada con radioactividad.

Los planetas son gobernados por los “tyrannios” desde su planeta, “Tyrann”, y lo hacen directamente o a través de “gobernantes”, esto es, quienes eran tales antes de la conquista por aquéllos y que, para mantenerse formalmente en sus puestos, han aceptado ser ejecutores de sus designios, bajo nombres diversos tales como khanes, autarcas, directores y rancheros.

El libro narra dos historias en paralelo. Por una parte, el inicio de una rebelión en algunos planetas en contra de los “tyrannios”, a la que se suman sus respectivos “gobernantes”; y por otra, la búsqueda por los rebeldes de un documento que contiene cierta información que de ser ampliamente conocida en la Galaxia traería consigo la caída de los “tyrannios”.

De dicho documento poco se sabe, sólo que fue creado en la Tierra, en tiempos muy remotos.

Al concluir el libro –y a riesgo de “spoilear”-, en el contexto de la creciente rebelión, un personaje pregunta a otro, un arrepentido y culposo “gobernante”, qué sabe sobre dicho documento, y en específico si se trata de un arma (o de los planos de alguna). El diálogo es el que sigue:

– ¿Es, pues, un arma?

– Es el arma más poderosa del universo. Nos destruirá a nosotros, lo mismo que a los tyrannios, pero salvará a los Reinos Nebulares. Sin ella, quizás podríamos derrotar a los tyrannios, pero no habríamos hecho sino sustituir su despotismo feudal por otro despotismo, y así como se conspira contra los tyrannios se conspiraría contra nosotros. Tanto nosotros como ellos debemos ser arrojados al cubo de la basura de los sistemas políticos pasados de moda. Ha llegado el tiempo de la madurez como ya llegó una vez sobre el planeta Tierra, y habrá una nueva forma de gobierno que no se ha ensayado aún en la Galaxia. No habrá ni Khanes, ni Autarcas, ni Directores ni Rancheros.

– ¡En nombre del Espacio! (…), pues, ¿qué habrá?

– El Pueblo.

– ¿El Pueblo? Y cómo pueden gobernar. Debe haber alguna persona que tome decisiones.

– Hay una manera. (…)

(Asimov, Isaac, “Rebelión en la Galaxia”, EDHASA, Barcelona, 1956, pp. 257-258).

Y luego, ante la insistencia, el “gobernante” señala:

Conozco el documento de memoria; escuchad.

Y mientras el sol de Rhodia resplandecía brillantemente en la placa visora, Hinrick comenzó con aquellas palabras que eran más antiguas, muchos más antiguas que ninguno de los planetas de la Galaxia, con excepción de uno solo:

“Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, asegurar la tranquilidad doméstica, proveer para la defensa común, estimular el bienestar general, y asegurar los bienes de la libertad para nosotros y para nuestra posteridad, ordenamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América…”

(Op. Cit., p. 258).

Ese documento, “el arma más poderosa del universo”, que podía terminar con los “tyrannios”, así como también con los “gobernantes”, era una copia de la Constitución de los Estados Unidos de América!

Asimov, en sus memorias, se refiere expresamente a esta segunda historia, y nos  revela que su inclusión fue una exigencia efectuada por Horace Leonard Gold, editor de la Revista Galaxy Science Fiction, en la que se publicó por primera vez este libro, y a lo cual se opuso fuertemente por considerar que su desenlace era cursi y completamente inverosímil: nadie podría creer que un documento gubernamental pudiera tener tal “poder” (Asimov, Isaac, In Memory Yet Green: The Autobiography of Isaac Asimov, 1920-1954, Parte I, Doubleday, 1979, p. 600).

Así se nos presenta una completa paradoja. Asimov contradice a Asimov. Para ser más preciso: Asimov-persona contradice al Asimov-escritor. Entonces cabe preguntarse: ¿Quién tiene la razón?

A mi juicio, ambos tienen parte de razón. En efecto, tal como observa el Asimov-persona, una Constitución es tan sólo un documento y como tal no tiene el efecto mágico de modificar la realidad (social, política, económica, etcétera) con su sola dictación (existencia), mas, tal como aparentemente razona el Asimov-autor, en las Constituciones históricas, como en la Constitución de los Estados Unidos, se contiene cierto mínimo civilizatorio, compuesto, entre otros, por el principio democrático, la división de poderes y el reconocimiento de los derechos fundamentales, que cuando adquieren adhesión popular mayoritaria se constituyen en un poderoso antídoto en contra de las tiranías.

En este sentido, cabe destacar que históricamente las constituciones, como reacción al “Antiguo Régimen”, pretendieron prioritariamente contener al (nuevo) Poder dentro de límites precisos y acotados. Para ello emplearon diversas técnicas tales como la división de poderes y los derechos de las personas. No en vano la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), en su artículo 16, planteó tajantemente que “Una sociedad en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación de los poderes determinada, no tiene Constitución”.

Por su parte, la Historia Constitucional Chilena, en correspondencia con lo anterior, reconoce un precepto cuya particularidad es que ha pasado de Constitución a Constitución en los últimos 188 años. De la Constitución de 1833 (artículo 160) a la de 1925 (artículo 4º), y de ésta a la de 1980 (artículo 7º, inciso 2º), y que hoy está plenamente vigente.

Es el precepto que en sus inicios, acompañado de aquél que sancionaba el delito de sedición, pretendía contener cualquier intento de caudillismo, tan recurrente en los albores de la República, y que luego, muy especialmente en la primera mitad del Siglo XX sirvió de base para sustentar lo que entonces se llamó principio de legalidad y hoy principio de juridicidad, y que por su crucial importancia recurrentemente la jurisprudencia y la doctrina denominan la regla de oro del Derecho Público Chileno.

Esa regla es nuestra “arma más poderosa del universo”!

Y “Conozco el documento de memoria; escuchad”.

Ninguna magistratura, ninguna persona ni grupo de personas pueden atribuirse, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido en virtud de la Constitución o las leyes”. (Santiago, 12 de noviembre 2021)

 

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  1. Interesante columna de Cristián Román. Da la impresión, al final, de estar escuchando o leyendo a Eduardo Soto Kloss, casi en forma literal, aunque no es citado, ni aludido, en la autoría de algunas ideas aquí expuestas. Por cierto, no era ni siquiera necesario, porque es de sobra conocido, para cualquier lector, el origen de tales ideas. Sin embargo, no era necesario tampoco recurrir a Isaac Asimov, hombre culto, sin duda, pero no experto en temas jurídicos, para llegar a la conclusión de la existencia de la «regla de oro», como fue bautizada por Soto Kloss, en los textos constitucionales chilenos que son mencionados., y de allí afirmar que la misma sería «el arma más poderosa del universo». El mensaje, claro está, es una advertencia a la actual Convención Constitucional, y sus pretensiones, cuestión que dejo de lado por ahora. Sólo me limito a destacar que los derechos fundamentales, contra lo que cree el autor de la columna, no son meros límites al (nuevo) poder (de la constitución). También podrían ser considerados como su fundamento o sustento, y la literatura contractualista moderna abunda en ese alcance, que el autor de la columna omite del todo, sin mayor explicación. Espero que esa omisión pueda ser subsanada en una próxima columna por el autor, o a lo menos nos entregue una opinión del motivo por el cual es omitida. Saludos!