Artículos de Opinión

Comentario de la Ley 21.108 que modifica el DL 2695 de 1979 sobre regularización de la pequeña propiedad raíz.

Las modificaciones planteadas en el proyecto se han limitado a extender los plazos, pretendiendo, con algo de ingenuidad, que esa simple extensión de los plazos pueda generar una suerte de certeza que el DL en ningún caso entrega.

Cuesta creer que después de tan larga tramitación en el Congreso Nacional, se haya materializado una modificación tan pueril del DL. 2695 de 1979 sobre regularización de la pequeña propiedad raíz; norma que ha estado en tela de juicio desde antes que Marco Antonio Sepúlveda L. publicó su libro referido al tema y al tratamiento que nuestros tribunales le han dado.
Las modificaciones planteadas en el proyecto se han limitado a extender los plazos dispuestos en la norma de un año a dos años, y de treinta a sesenta días, pretendiendo, con algo de ingenuidad, que esa simple extensión de los plazos pueda generar una suerte de certeza que el DL en ningún caso entrega. En efecto, cuando se piensa en la gran cantidad de litigios que se han provocado con su existencia; en la gran cantidad de conflictos al interior en la llevanza del registro de propiedad en las oficinas conservatorias; de la producción en serie de documentos administrativos que disponen la inscripción sin proceder a la cancelación de la anterior, dando vida a inscripciones paralelas; uno se pregunta legítimamente: ¿en qué estaba pensando el legislador con esta modificación legal?
Con todo, la ley se ha dictado, de modo que habrá que comenzar a estudiar su nimio impacto real sobre todo en nuestra jurisprudencia judicial. Sin embargo, existe un tema que sí es relevante analizar y que dice relación con la expresión “posesión inscrita”, que la ley utiliza en varias normas. No es posible que en el siglo XXI todavía no seamos capaces de dar por superada una teoría cuyo sustento no ha sido siquiera tocado, tal vez por la complejidad que los temas sobre derechos reales tienen para la mayor parte de los autores.
Cuando en 1910, Humberto Trucco publica su trabajo en el que analiza las normas sobre el registro inmobiliario, todos los autores posteriores le han rendido pleitesía a la misma, sin reparar en que sólo es una teoría y que evidencia una falta de conocimiento de las reglas que rigen a los registros en general en el mundo, y en especial, en Chile.
La Historia nos demuestra paso a paso que un análisis de las fuentes debe preceder a la formulación de una teoría, ya que la simple observación de las normas y de su relación, no cumple con el imperativo categórico de entenderlas en su real contexto. Sostenemos esto porque la interpretación literal de las normas, no constituye la máxima seguida por nuestro codificador al establecer el sistema hermenéutico en el título preliminar de nuestro Código Civil. No es de extrañar que el elemento literal sea considerado el más importante cuando desde ya se contrapone con la norma de interpretación de los contratos. De hecho, ambas normas tienen la misma fuente y en esa medida, haber seguido durante tanto tiempo la escuela savigniana sobre el particular (expuesta en su obra Derecho Romano actual), nos ha vuelto un tanto proclives a olvidar por completo que Bello en realidad extrajo las reglas de interpretación del Código de La Luisiana, texto que a su turno se basó en el proyecto de Código Civil francés de 1800 (Ann VIII); reglas que no encontramos en el Código Napoleón de 1804, pues la Comisión redactora optó por no considerarlas. Así, tanto el proyecto de 1800 como el Código de La Luisiana contienen reglas sobre interpretación de las leyes que muy pocos cuerpos legislativos contienen, y que deben su valor al prolijo trabajo de muchos juristas, tales como Vattel, Domat, Wolff, Puffendorf y Grocio. El sistema hermenéutico adoptado se basa en la regla del clarus medieval, de modo que siendo el sentido (mens o sens) concordante con el texto (litteris), se formaba el clarus, lo que hace innecesario interpretar. El artículo 19 de nuestro Código Civil es perfectamente armónico en este sentido al disponer: “Cuando el sentido de la ley es claro […]”.
Ahora bien, la teoría de la posesión inscrita de Trucco parte de una base errónea, cual es que las normas de la tradición y de la posesión, contenidas en el Libro II del Código Civil, obligan a concluir que en virtud de la inscripción del dominio sobre bienes raíces dispuesta en el artículo 686, sólo es posible adquirir posesión, lo cual constituye ya a priori un absurdo jurídico. ¡Qué decir si el tradens no es dueño del inmueble! Esto, sencillamente porque se olvidan los autores que la posesión es parte del dominio; es una de sus facultades o atributos hoy al parecer olvidada. Recordemos que tales prerrogativas son: uti, frui, habere y possidere, de modo que si el legislador utiliza la nomenclatura de posesión inscrita no está más que confirmando el dominio sobre el bien raíz. Es evidente que la posesión es parte del dominio y en esa sola medida (y no otra), deben las normas entenderse. De hecho, la ley es clara al establecer en el artículo 686 que la tradición del dominio se realiza mediante inscripción, pues en el registro se inscriben derechos y no títulos. El título sólo se le exhibe al Conservador para que éste extraiga lo que corresponda a la solicitud incoada en su oficina. Es más, el artículo 31 del Reglamento, dispone claramente que el Conservador lleve un libro denominado ‘registro de propiedad’. ¿En qué parte del Código o del Reglamento, se dispone el registro de posesiones? En ninguna parte. Esto que puede sonar muy temerario de nuestra parte, se confirma con varios otros antecedentes que nos hacen pensar que el codificador al establecer el sistema de registro en Chile, no se preocupó de armonizar las normas del Código con las del Reglamento, provocando de paso que hoy la famosa teoría de la posesión inscrita tenga un asidero espurio y un reconocimiento desmedido.
Y estos son sólo algunos de los argumentos a favor de esta nueva teorización. Para mayor inri (como dicen los españoles), la modificación planteada por la ley 21.108 en comento, agudiza el conflicto, cuando utiliza erróneamente la expresión “posesión inscrita”, porque tal monstruo no existe ni siquiera en el pensamiento. En perspectiva, se perpetúa esta idea que como hemos dicho no obedece a los fines (sentido) que tuvo el establecimiento de un sistema de registro. Parafraseando a Ramón de la Rica y Arenal, en un sistema registral en que se mezcle tradición con posesión y registro, no veremos más que conflicto, pues son incompatibles. Lamentablemente, el codificador no alcanzó a dimensionarla a tiempo y hoy tenemos joyas como la descrita en la lápida que implica la publicación de esta ley. Nuevamente, se ha preferido la forma al fondo; la apariencia a la realidad. (Santiago, 2 octubre 2018)

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