Artículos de Opinión

El Derecho Procesal Constitucional y el Derecho a la Educación.

El  Derecho Procesal Constitucional, entendido como una importante disciplina instrumental con que se ampara un Estado de Derecho en pro de la Supremacía Constitucional, o como expresa el profesor Colombo como “aquella rama del derecho público que establece las normas procesales orgánicas y funcionales necesarias para dar eficacia real  a la normativa constitucional, cuando surja […]

El  Derecho Procesal Constitucional, entendido como una importante disciplina instrumental con que se ampara un Estado de Derecho en pro de la Supremacía Constitucional, o como expresa el profesor Colombo como “aquella rama del derecho público que establece las normas procesales orgánicas y funcionales necesarias para dar eficacia real  a la normativa constitucional, cuando surja un conflicto entre un acto de la autoridad o de un particular  y sus disposiciones”, o lo sostenido por el Jurista Néstor Pedro Sagüés, en el Tomo I de su libro Derecho Procesal Constitucional, cuando expresa, que “tiene un rol instrumental, en el sentido que le toca tutelar  la vigencia y operatividad de la Constitución, mediante  la implementación de la judicatura y de los remedios procesales pertinentes”, y así otros autores como Serra Rad, Rivera Santibáñez entre otros, sin dejar de mencionar evidentemente a Hans Kelsen quien en definitiva fue el gran impulsor sobre el estudio sistemático de la jurisdicción constitucional.
Pues bien, de todos y cada uno de los más prominentes juristas constitucionales nacionales  y extranjeros existe un común denominador al hablar del derecho procesal constitucional, esto es, la protección de la Constitución o de la Supremacía Constitucional. En efecto, cada autor puede tener diferentes matices respecto a la naturaleza jurídica de esta rama del derecho, de si surge como una ampliación del derecho constitucional o es propia del derecho procesal. Pero lo que no es motivo de discusión, lo constituye su real objetivo y fin, que sin lugar a dudas es evitar que se vulneren las normas, principios y bases constitucionales de cualquier Estado de Derecho. Lo anterior entonces, nos otorga una cierta tranquilidad, al constatar que existen en nuestro ordenamiento jurídico, mecanismos procesales constitucionales que velan por la protección irrestricta de la Carta Fundamental, en especial respecto de aquellas normas que consagran derechos fundamentales y su protección, a través de acciones deducidas en distintos procedimientos jurisdiccionales que provee la misma Constitución. Por lo tanto, al parecer en principio no habría de qué preocuparse, nuestra legislación nos proporciona herramientas procesales constitucionales para evitar actos arbitrarios de la autoridad, sea administrativa, legal o judicial. Digo en principio, pues para que se evidencie una efectiva tutela constitucional, deben existir normas a las cuales invocar, o dicho de otro modo derechos respecto de los cuales la Carta Principal protege y ampara, de lo contrario resulta ilusoria cualquier ambición en este sentido, ya que no es posible accionar de tutela un derecho que no existe en nuestra Constitución (a pesar que comparto completamente los llamados derechos implícitos, de los que habla el profesor Nogueira). Sin embargo, de existir tales derechos amparados, pero carentes de mecanismos eficaces y expeditos para accionar en un proceso constitucional, el resultado es lamentable, una sublevación, que a mi juicio se constituiría de legítima al no poder impetrar procesalmente con mecanismos que se orienten a la protección de dichos derechos. Por otro lado, en el caso más extremo, de no contar siquiera con derecho constitucional reconocido, el escenario se torna aún más sombrío, pues la indefensión se manifiesta y se refleja con la impotencia y la frustración de no ser oído, lo que se traducirá inevitablemente en estampidas y movimientos sociales como una especie de “autotutela constitucional”, al no disponer de un verdadero proceso constitucional que los proteja, como por ejemplo, el caso de los pueblos originarios que carecen de reconocimiento constitucional.
Lo formulado precedentemente, no es sólo teoría o ficción, y tampoco puede verse como una situación completamente alejada de nuestra realidad. En efecto, y sólo por mencionar lo más contingente, nos encontramos con un panorama estudiantil aquejado de no ser amparados y verdaderamente protegidos en su derecho a la educación. Pero sin entrar en dogmas o fundamentalismos ideológicos que no es el fin de esta columna, existe un hecho cierto, objetivo e inequívoco, el derecho a la educación consagrado en el numeral 10 del artículo 19 de nuestra Carta Fundamental, efectivamente no se encuentra tutelado jurisdiccionalmente como otro derecho de la misma naturaleza, el llamado derecho a la libertad de enseñanza, signado en el numeral 11 del artículo y cuerpo normativo citado. En este sentido el artículo 20 de la Carta Fundamental Chilena, que consagra el llamado Recurso de Protección expresa: “El que por causa de actos u omisiones, arbitrarios o ilegales sufra privación, perturbación o amenaza en el  legítimo ejercicio de los derechos y garantías establecidos  en el artículo 19 números 1,2,3 inciso 4º, 4, 5, 6, 8, 9 inciso final, 11, 12, 13, 15, 16, 21,22, 23, 24 y 25 podrá ocurrir por sí o por cualquiera a su nombre, a la Corte de Apelaciones respectiva la que adoptará de inmediato las providencias que juzgue necesarias para restablecer el imperio del derecho y asegurar la debida protección del afectado, sin perjuicio de los demás derechos que pueda hacer valer ante los tribunales o autoridades correspondientes”.  Como se observa, en dicha acción constitucional no se considera el numeral 10º relativo al derecho a la educación, lo que en muchas ocasiones ha originado a las partes vulneradas en este derecho recurran indirectamente protección en virtud del numeral 24 del artículo 19, esto es, el Derecho de Propiedad, por estimarse que constituiría un derecho adquirido de los requirentes que no podría desconocerse por autoridad alguna.
En Chile existe un sistema educacional de administración diversa, están los colegios particulares pagados, los municipales, los particulares subvencionados y los dependientes de las Corporaciones. Desde el punto de vista socioeconómico, el nivel calificado de bajo sus alumnos asisten en un 80% a colegios municipales y sólo un 20% de éstos a los particulares subvencionados. Es importante agregar que de acuerdo a fuentes e índices internacionales, Chile concentra uno de los índices más altos en segregación académica  (56,3%) y  de igual manera en segregación social (53,0%). A mayor abundamiento, en Chile existe un sistema de financiamiento compartido, en que en los establecimientos educacionales subvencionados la ley permite un cobro a las familias cuyos hijos se incorporan a dichas instituciones, sin perjuicio de las excepciones que la misma ley regula.
En un reciente estudio elaborado por la UNESCO, en que se diagnosticaba la situación de la educación en países como Argentina, Uruguay, Chile y Finlandia, se concluyó entre otras visiones, que en el caso chileno, la actual Ley General de Educación en sus elementos estructurales no considera a la educación como un derecho y que constituirían las causales de emergencia que actualmente vive el país. Lo anterior, en mérito que la misma entidad estableció que en Chile se privilegia la libertad de enseñanza, materializado en poder abrir establecimientos educacionales por privados, que si se encuentra constitucionalmente protegido ante el derecho a la educación consignada en el numeral 10º de la Carta Política chilena, lo que se traduce en una clara mercantilización de la educación.
La Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos han sostenido en diversas ocasiones lo fundamental que significa para las personas contar con acceso a una formación académica que les permita afrontar de mejor manera su desarrollo social y laboral. También se ha manifestado que los Estados de la región se benefician al contar con una sociedad educada que posibilite la disminución de la pobreza y evite el aumento de la actividad ilícita como medio de subsistencia.
Por otro lado, si bien el Estado chileno no ha ratificado el Protocolo de San Salvador que rige y regula esta materia, no es menos cierto que sus principios fundamentales son recogidos por normas de Ius Cogensque necesariamente son aplicables y vinculantes a todos los Estados Partes. En este sentido es imprescindible conciliar este derecho con los consignados en la Convención de los Derechos del Niño que en sus distintos articulados asienta la obligación de los Estados ha propender el completo desarrollo de éstos, y qué duda cabe que parte de este desarrollo integral y social lo nutre significativamente este derecho social que lo constituye la educación. En efecto, el artículo 4º de dicho cuerpo normativo internacional establece: “Que los Estados Parte adoptarán todas las medidas administrativas, legislativas y de otra índole para dar efectividad a los derechos reconocidos en la presente Convención. En lo que respecta a los derechos económicos, sociales, y culturales, los Estados Partes adoptarán esas medidas hasta el máximo de los recursos de que se dispongan, cuando sea necesario, dentro del marco de la cooperación internacional”. A su vez el artículo 28.1 es categórico en afirmar: “Los Estados Partes reconocen el derecho del niño a la educación y,  a fin de que se pueda ejercer progresivamente y en condiciones de igualdad de oportunidades de ese derecho, deberán en particular…”. En este mismo marco de ideas, las normas de dicha Convención de Derechos del Niño, las propias de la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, aquella que regula la lucha de la no discriminación en materia de enseñanza, son eficaz y felizmente compatibles con la señalada en el artículo 26 de la CADH, que trata sobre los derechos económicos, sociales y culturales.
Analizado lo anterior, está claro que los mecanismos protectores de la supremacía constitucional, no pueden tener efectividad real, sino es el mismo cuerpo normativo quien la tutela, por esa razón es primordial contar no sólo con acciones e instrumentos procesales, sino que además, que estas puedan realmente deducirse en la forma y oportunidades que más posibiliten la protección y amparo de los derechos fundamentales, y que dichas disposiciones estén de acuerdo a los términos de los Tratados Internacionales sobre DDHH, en especial el de la CADH.

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