Artículos de Opinión

El fantasma de las propuestas de la Convención Constitucional en temas de la Judicatura.

Fueron publicados dos tipos de propuestas de normas constitucionales referidas a dos materias que siempre están en la parrilla y que se refieren a la judicatura y a notarios y conservadores. Ambas iniciativas si bien cuentan con alguna fundamentación, ésta es expuesta desde el ego y la autocomplacencia. Se trata, parafraseando a Beccaria de ruidos estomacales en virtud de los cuales es posible solucionar desde la mirada particular de unos cuantos convencionales que han tenido contacto con una u otra actividad. Los unos habrán perdido pleitos en los cuales tenían interés; otros habrán sido mal atendidos por los ministros de fe pública.

De muy pequeños nuestros padres nos asustaron con monstruos de todo tipo que te comerían o llevarían si no te comías toda la comida, o si no te dormías temprano, o si decías malas palabras. Lo cierto es que la finalidad de infundirnos miedo resultaba del todo eficaz.

De jóvenes, en la mesa no podíamos hablar de ciertos temas, entre ellos, los políticos, de modo que llegábamos a ser adultos sin tener siquiera opinión.

Se nos inculcó la necesidad de aprender un oficio que nos permitiera sobrevivir y no vivir. Un trabajo al que llamamos pega cada vez que nos preguntan cómo estamos. Un trabajo por el cual nos retribuyen mensual, semanal o anualmente, en algunos casos. Que la riqueza se adquiere sólo a través del trabajo honesto.

La cuestión es que nada de eso es verdad. Se trata de mecanismos de control de individuos que los romanos llamarían claramente alieni iuris.

¿Y por qué hago esta reflexión? Porque hace unas pocas semanas, fueron publicados dos tipos de propuestas de normas constitucionales referidas a dos materias que siempre están en la parrilla (como dicen ahora) y que se refieren a la judicatura y a notarios y conservadores.

Ambas iniciativas si bien cuentan con alguna fundamentación, ésta es expuesta desde el ego y la autocomplacencia. Se trata, parafraseando a Beccaria de ruidos estomacales en virtud de los cuales es posible solucionar desde la mirada particular de unos cuantos convencionales que han tenido contacto con una u otra actividad. Los unos habrán perdido pleitos en los cuales tenían interés; otros habrán sido mal atendidos por los ministros de fe pública.

El problema de ambas miradas es la ignorancia que hay detrás. En efecto, podemos ser muy críticos respecto de cuanta materia exista. ¡Y eso está muy bien! Como decía antes, nuestros padres nos prohibían hablar de política o de criticar a la ley, o al legislador.

En esa dinámica, debemos esperar que los debates al interior de la Convención se produzcan con la amplitud y sabiduría que esperamos de aquellos a quienes hemos confiado tan alta tarea.

De hecho, la Revolución Francesa (1789), no proviene de un hecho asilado ocurrido ese mismo año, sino de una pléyade de acontecimientos previos provenientes de dos vertientes claras: la nula participación en la vida pública de dos clases sociales, una de ellas emergente (la burguesía), con recursos, pero sin poder, y la otra (el proletariado), grupo mayoritario inculto que había tenido un renacimiento (o nacimiento) en el conocimiento general y muchas veces trivial, en una fuerte tendencia a creer todo lo que los filósofos prerrevolucionarios habían escrito en la Enciclopedia.

La hegemonía de las clases dirigentes fue desmantelada y cambiada por una nueva elite con educación y recursos, convirtiendo a todos aquellos que quisieran creer en ellos, en fieles devotos de una nueva religión, esta vez, de carácter económico. Los reyes cayeron y sus cabezas rodaron, para luego dejar entrar a los banqueros. No hubo, sin embargo, un cambio real sino más bien gatopardiano: un fenómeno por el que se desea y se expresa querer cambiarlo todo, pero sin cambiar nada.

Esa estructura pétrea dominante por siglos no compartía sus privilegios. Tomaba sus decisiones a puertas cerradas, aplastando por la fuerza a quienes no querían entender. La monarquía cae por su propio peso y la judicatura lo hace por su complicidad.

En ese estadio de cosas, es menester preguntarse si todas estas iniciativas de normas constitucionales, muchas de ellas, populares, no son más que el reflejo de una sociedad que está cansada de los abusos. La falta de participación ciudadana y el nulo acceso a la justicia en un país de leguleyos, como es el nuestro, corroen los cimientos del individuo y toda la familia, provocando situaciones de violencia que todas las generaciones han experimentado, de una u otra manera.

¿Tendrán estas iniciativas acaso la finalidad de fijeza imprescindible para los objetos de una codificación de nuestras reglas constitucionales? Creo que no. Y lo creo porque es primera vez en nuestra Historia que se puede hablar de todo. Que nada está vedado.

Por otro lado, ¿de qué tratan las constituciones si no es de participación y división de las funciones del poder estatal? Nos preguntamos, uno: ¿cómo se reparten las distintas funciones del Estado? Y, dos: ¿cómo se participa en el poder? Si el acceso al poder estuvo más de dos siglos reservado a la clase dominante, es del todo plausible que las demás clases quieran tomar parte en las decisiones políticas de un país.

Hablar de todo es un sano ejercicio. No se si sea un ejercicio plenamente democrático, pero lo cierto es que es un sano ejercicio de cómo somos capaces de ver el bosque y no sólo los árboles. De saber cómo entendernos más allá de nuestra propia realidad.

Y es ahí donde comparto el ímpetu de demoler las antiguas estructuras. Romper con el Antique Régime, con el poder concentrado en unos pocos.

Por ello, bienvenido sea el debate de las ideas. Bienvenidas todas las iniciativas. Porque un pueblo que no habla consigo mismo, tiene un inevitable destino fatal: involucionar.

Y no hablo de justicia, pues de trata de un genial invento, ni de igualdad, otro genial invento; sino de aquella capacidad de ponernos de acuerdo en cómo deben ser las cosas a partir de lo que somos. Todos se olvidan de nuestra naturaleza humana, tan perturbadoramente presente en todas nuestras conductas.

No soy de los que piensan que todo cambio es negativo. Que los cambios traen siempre algo bueno en sus entrañas. Pero somos humanos y es posible que nuestras propias vivencias sean la causa principal de nuestros conflictos. Como aquel juez que durante su larga vida como tal sólo concedió indemnizaciones por un monto exiguo para quienes litigaban ante él, y cuando algo malo le pasó, quiso percibir un trescientos por ciento más de que lo había concedido alguna vez. O, del legislador que esta de acuerdo en la expropiación de terrenos, pero cuando se expropia algo propio, entonces, la ley está mal. No nos engañemos, pues somos prisioneros de nuestras decisiones (me pueden citar y deben hacerlo).

¿Por qué la judicatura? La función jurisdiccional (que por ello no es el poder judicial) es una estructura y por tanto puede ser objeto de reformas que apunten a su eficiencia y eficacia técnica. No puede ser que, en el siglo XXI, aún los tribunales le hagan la pega a los bancos e instituciones financieras (más de un 95% de los juicios que acceden a los tribunales son de cobranza). La respuesta típica: es la ley la que nos obliga. Y es cierto, pero si bien ello es atendible, ¿por qué los jueces no aplican la norma que también los obliga a rechazar demandas ejecutivas si la acción está prescrita? En tiempos de pandemia se cruzaron límites insospechados, cuando las cortes instruyeron a sus jueces para aplicar criterios contra ley en los juicios de cobranza. ¡Sugerencias en contra de ley!

¿Por qué notarios y conservadores? Bueno, porque no escuchan. Piden ser escuchados, pero no oyen a sus usuarios. Prestan pésimo servicio a sus usuarios, cobrando en exceso contra norma expresa. Es cierto, me permito decirlo, no son todos. ¡Y que bien así sea, válgame!

En ambos ejemplos, la ley existe y lo es para ser aplicada, no para ser interpretada. El legislador interpreta y los ingleses lo hacen de una forma increíble. Al mismo tiempo en que se promulga una ley, se adjunta la debida interpretación. ¿Con qué objeto? Para que sus jueces la apliquen. Lo suyo pasa con notarios y conservadores. La ley existe. Bueno, aplíquenla.

¿Estamos en una crisis? Sí, claro, pero de participación política y más importante aún, de control, de falta de control de las instituciones tanto públicas como privadas. Porque los privados no deben sentirse intocables. Muchos de los abusos provienen de los privados. El Estado abusa, y los privados…

Dicho todo lo anterior, que podría saber a bilis proveniente de las entrañas del ego y de la autocomplacencia, debemos referirnos a las normas propuestas por la Convención en materia de judicatura y de notarios y conservadores.

Como he escrito antes en algunas columnas, me preocupa que las reformas se planteen desde la ignorancia. Una cuestión es querer discutir todo cuanto deba ser discutido, y otra distinta es debatir acerca de cuestiones alejadas de la realidad del tema que se discute con tanta vehemencia.

Cuando hablamos mal de la judicatura, lo más probable es que hayamos perdido algún pleito, o algún concurso para abogado integrante, o algo más. Nuestro ego no lo resiste, aunque Couture enseñe en su decálogo que hay que olvidar. Lo propio ocurre con los notarios y conservadores, quienes olvidan que están al servicio del público que reclama día a día de sus servicios.

Ahora bien, esa es sólo una forma de mirar el problema, pues proviene de los convencionales y de quienes estamos fuera del sistema interno. La otra perspectiva es la de los jueces, notarios y conservadores, quienes hacen una defensa corporativa de sus propios y singulares privilegios. De su parte en el poder.

Lo que más molesta al grupo es la duración en sus cargos, y su independencia (inamovilidad). Las razones para esa defensa son siempre las mismas, de modo que no indagaré en ellas.

La idea de independencia trae aparejada la de inamovilidad. Es decir, que para ser independiente debo ser inamovible. Por lo que es el tiempo la variable que debemos analizar, pues es claro que los conceptos mencionados se sustentan por sí mismos. La duración en el cargo es aquel período de tiempo que media entre que se es investido para ejercer el cargo y aquel en que se cesa en él, o se cumplen 75 años. Hoy, los 75 años ni se notan, por lo que la cuestión no refiere a la edad sino a nuestro desempeño en el cargo. La misma regla se aplica a notarios y conservadores.

Pues bien, ¿cuál es el problema de que jueces, notarios y conservadores duren entre 8 y 15 años, y sea posible confirmarlos en sus cargos? ¿Acaso no es sano que todos estos funcionarios (jueces y ministros) y profesionales del derecho (notarios y conservadores), desde la perspectiva de la participación y el acceso a cargos de tanta relevancia ciudadana? Este mismo temor (con sus evidentes diferencias) se aprecia también en el gremio de los profesores que se opone a ser sometidos a evaluaciones periódicas.

Pienso que el temor proviene de saber quién es el que los evaluará. Y ahí radica justamente el problema: ¿Quién ejerce el control de los nombramientos y su evaluación? Se habla de un supra organismo estatal (Consejo Supremo de Justicia), y de un Servicio Nacional de la fe pública, emulando este último a la Dirección General de la Seguridad Jurídica y de Fe Pública (ex Dirección General de los Registros y del Notariado) que hoy se puede apreciar en España.

Personalmente, he propuesto desde hace años, en mis escritos y columnas, y también al Ministerio de Justicia, la creación de una Dirección General de Notarios y Conservadores, porque entiendo que los nombramientos y capacitación de quienes serán notarios y conservadores no puede seguir en manos de la judicatura, lo mismo que la de jueces y ministros no puede seguir en manos del Parlamento.

Si bien se trata de supra organismos públicos, la cuestión radica en la sensación perversa de perder el control por parte de los estamentos públicos. Tanto la Corte Suprema, las Cortes de Apelaciones, los jueces, y todos los auxiliares de la administración de justicia, así como el Parlamento, el ministro de Justicia y el propio presidente de la república; si bien ejercen un control en el nombramiento, la verdad es que es una nimia fiscalización, la que deja mucho que desear. El famoso besa manos, propio de las monarquías, sigue presente en el sistema de nombramientos.

El control durante el ejercicio del cargo se hace a través del mecanismo de ‘las visitas’ (que en Chile se aplicaron formalmente desde 1842, y antes era ejercido por órganos del Imperio español), por lo que en la actualidad es necesario modificarlo.

Con todo, hoy en día además existen en Chile algunos personajes que se han apoderado del conocimiento y sus ideas parecen ser las mejores, porque las expresan en programas de televisión o en la redes sociales.

Los he llamado coloquialmente y con cariño Illuminati, no porque sean parte de un grupo que quiere dominar el mundo desde la antigua Baviera, sino por cuanto se creen con el derecho de impedir que las ideas fluyan sin intermediadores.

En consecuencia, no es que las propuestas sean malas o buenas en sí mismas, pues quiero pensar que están hechas con buenas intenciones, aunque claro no debemos olvidar, eso sí, que los cementerios están llenos de personas con buenas intenciones.

Aunque la redacción de las iniciativas deja mucho que desear en los aspectos formales y de fondo, no podemos vestirnos con el velo de la sabiduría sin antes entrar a debatir aspectos importantes como el que les he hablado hoy, desde la mirada distante de un sujeto que observa el bosque y su movimiento oscilante, y no la de los árboles y del sonido que hacen al moverse, sin perjuicio de que, en ambos casos, hay voces que deben ser escuchadas.

Hay temas que deben ser debatidos. Sin embargo, todo ello debe construirse (o reconstruirse) desde el locus de la experiencia y del conocimiento, teórico y también práctico; no desde la ignorancia, el ego y la autocomplacencia.

No debemos olvidar que, al fijarse una regla jurídica en papel, son los hombres y mujeres quienes se verán afectados, y no las mentes diminutas de quienes optan por los caminos fáciles y rápidos, carentes de toda percepción de la verdadera situación de las personas que vivimos puño a puño en una sociedad enferma.

Una sociedad cuya patología mayor no proviene del texto de la ley, sino de la aplicación deficiente que se hace o no se hace de ella. El ideal codificador en este sentido, y tal como lo sostenía Alejandro Guzmán Brito, constituye una pretensión de plenitud normativa, lo que da paso a una gran interrogante: ¿pueden las sociedades desconocer el valor de una norma jurídica que ha permanecido tanto tiempo en los textos legales? La repuesta es claramente no, pues los codificadores tuvieron siempre el mismo anhelo: proporcionar reglas permanentes que solucionaran los mismos problemas de siempre.

Es evidente que las instituciones y sus cimientos deben ser revisadas y conversadas desde el conocimiento y su historiografía, pues el hacer del Hombre es quizás uno de los insumos más poderosos que tenemos para acercar la justicia y la actividad notarial y registral a las personas.

De hecho, creo que la actividad jurisdiccional es el último eslabón de una sociedad en crisis. Si la judicatura no hace su notable labor, si cae, todo se desploma. No sólo porque se nos presentan este tipo de iniciativas tan creativas y a la vez tan inocentes, pero que guardan en sus entrañas un deseo enloquecedor de que se hagan realidad, aunque no se aferren a una tabla de salvación, a un fundamento robusto que las sane de sus patologías.

Non solum quod notum est bene scitur, sed etiam quod eodem modo fit. (Santiago, 18 febrero 2022)

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