Artículos de Opinión

“Muerte cerebral” y desconexión de mujer que gesta un niño por nacer.

Marlise Muñoz, una mujer casada de 33 años con un embarazo de 3 meses sufrió en noviembre de 2013 una embolia pulmonar; fue internada en el Hospital de Fort Worth, Texas, y conectada a un ventilador mecánico que le permite seguir respirando. Los médicos diagnosticaron que no se recuperaría y que estaba en lo que se conoce como “muerte cerebral”.

Sin duda se trata de un caso dramático y excepcional, pero por eso mismo tiene la virtud de servir para poner a prueba la forma en que deben conjugarse principios jurídico-morales fundamentales, como dignidad de la persona, autonomía individual y derecho de la vida. Marlise Muñoz, una mujer casada de 33 años con un embarazo de 3 meses sufrió en noviembre de 2013 una embolia pulmonar; fue internada en el Hospital de Fort Worth, Texas, y conectada a un ventilador mecánico que le permite seguir respirando. Los médicos diagnosticaron que no se recuperaría y que estaba en lo que se conoce como “muerte cerebral”. Su marido, Erick Muñoz, solicitó que fuera desconectada, porque Marlise había manifestado su voluntad de que no se prolongara artificialmente su vida. Los médicos del Hospital se negaron porque ello impediría que el feto pudiera desarrollarse y llegar a nacer.
Ante la negativa, la familia de Marlise interpuso una demanda en contra del Hospital para que la justicia ordene la desconexión, por ser esa la voluntad de la afectada y porque no desean que se haga ninguna intervención quirúrgica sobre su cuerpo. Sugieren que el feto ha debido sufrir las consecuencias de la falta de oxígeno que afectó a su madre, aunque los médicos dicen que no hay forma de predecir la existencia de secuelas.
El caso plantea, en primer lugar, la ambigüedad con que se utiliza en los medios el término “muerte cerebral”. En estricto rigor, la muerte cerebral no existe pues la muerte se atribuye a una persona en su totalidad y no a uno de sus órganos. Lo que sucede es que en ocasiones, según una opinión dominante aunque no absoluta en el campo biomédico, la muerte de la persona puede ser diagnosticada sin que cese la función cardio-respiratoria (que es el síntoma usual que permite aseverar el fallecimiento). Esto sucede cuando dicha función está sostenida mecánicamente y se llega a la certeza diagnóstica de que se ha producido una pérdida total e irreversible de todas las funciones encefálicas. Destruido completa e irrevocablemente el encéfalo, el cuerpo humano habría dejado de funcionar como un todo y se habría convertido en un cadáver; un cadáver que, gracias al sostenimiento mecánico, mantiene sin embargo funciones biológicas: respira, tiene circulación sanguínea, presión, temperatura y, como lo demuestra el caso que comentamos, puede seguir gestando un hijo hasta que éste nazca por medio de cesárea.
Por lo anterior es más riguroso hablar de “diagnóstico encefálico de la muerte de una persona” que de “persona con muerte cerebral”. Si seguimos esta teoría, que es la que se utiliza para los trasplantes, entonces ya no cabe hablar de autonomía de la persona, para los efectos de respetar su deseo de que no se le mantenga viva artificial e innecesariamente. La mujer ya no existiría como tal, lo que queda es su cadáver, que aunque valioso y merecedor de un tratamiento especialísimo, tiene el status jurídico de una cosa (res sacra, decían los romanos). Siendo una cosa su utilización para permitir la gestación del hijo póstumo no presenta inconveniente moral alguno y por el contrario se ve como un imperativo. Se utiliza una cosa de gran valor (el cadáver) para salvar la vida de una persona (el niño en gestación).
Pero la reclamación de la familia parece basarse en que Marlise, en realidad, no está muerta, y que la “muerte cerebral” sólo sería la destrucción de uno de sus órganos que es capaz de causarle la muerte una vez que sea desconectada del ventilador mecánico. La muerte cerebral no sería un diagnóstico de una muerte ya sucedida sino un pronóstico de una muerte futura. Es necesario entonces plantearse el problema desde esta perspectiva, porque existen también expertos que se oponen a que el cese de las funciones encefálicas sea considerado equivalente a la muerte del individuo humano.  Si nos ponemos ahora en esta hipótesis y  asumimos que Marlise no está muerta sino que en un estado irreversible que le provocará la muerte después de su desconexión, y prescindimos por un momento de su embarazo, habría que concederle razón a la familia al oponerse que se prolongue artificialmente la vida por medios que son extraordinarios o desproporcionados. Estaríamos ante un supuesto de “encarnizamiento médico” que puede ser justamente evitado. La voluntad anticipada de la mujer permite mayor tranquilidad para adoptar la decisión, pero jurídica y moralmente los familiares podrían tomarla incluso aunque no se supiera cuál era la intención de la afectada.
El problema es que, atendida la gestación en curso, si se lleva a efecto la desconexión se producirá la muerte no sólo de Marlise sino también la de su hijo no nacido. La solución puede encontrarse en la aplicación de lo que la teoría moral llama el “principio del doble efecto”, y que trata de responder a la pregunta de si es lícito realizar una conducta que, en sí misma, es legítima pero que produce una duplicidad de efectos, uno benéfico y otro dañino. Según el principio del doble efecto puede lícitamente realizarse la conducta aun cuando se sepa que producirá un efecto negativo si éste no es directamente intentado y el agente busca el efecto positivo (en este caso evitar el encarnizamiento médico de la paciente) y sólo tolera como inevitable el efecto malo (la pérdida del feto). Pero para que esto sea admisible es necesario que se cumplan los requisitos siguientes: 1º) que la conducta no sea en sí misma ilícita; 2º) que el agente no busque el efecto malo como fin del acto; 3º) que el efecto malo no sea un medio para alcanzar el efecto bueno; y 4º) que haya una razón proporcionalmente grave para actuar, esto es, que el efecto bueno sea superior o al menos que compense el efecto negativo (cfr. Miranda Montecinos, Alejandro, «El principio del doble efecto y su relevancia en el razonamiento jurídico», en Revista Chilena de Derecho 35, 3, pp. 485-519).
Analizado el caso, podemos concordar en que podrían cumplirse los tres primeros requisitos: la acción de suspender un medio de prolongación artificial de la vida que resulta extraordinario o desproporcionado es lícita; la familia no buscaría la muerte del niño en gestación, sino el efecto bueno de no mantener artificialmente con vida a la enferma; la muerte del niño no es el medio para lograr el efecto bueno. Pero no parece concurrir el cuarto requisito, es decir, que haya proporcionalidad entre el efecto bueno y el efecto malo. Es manifiesto que producir la muerte del niño en gestación es un efecto negativo de máxima magnitud, mientras que el efecto bueno de adelantar la muerte de la madre, respetar su deseo de no ser sometida a tratamientos médicos excesivos, y evitar el sufrimiento de la familia al verla conectada a un respirador artificial, no tienen objetivamente la relevancia que permita al menos compensar el efecto dañino que significa la supresión de una vida humana inocente.
Debe tenerse en cuenta que la enferma, al estar en “muerte cerebral” no experimenta dolor o sufrimiento. Además, no aparecen en los antecedentes del caso que ella, al manifestar su voluntad de no querer ser mantenida artificialmente con vida, se haya puesto en la hipótesis de que estuviera embarazada y que el acatamiento de su voluntad constituiría una sentencia de muerte para el hijo que ya vive en su seno.
En suma, sea que se considere que la «muerte cerebral» diagnosticada sobre Marlise constituye su verdadera y propia muerte, o que no es su muerte como individuo humano sino sólo un pronóstico cierto de su fallecimiento próximo, la negativa a suspender la ventilación mecánica adoptada por el Hospital de Fort Worth para dar posibilidades al niño de que nazca, es la correcta tanto desde el punto de vista bioético como jurídico. 

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