Artículos de Opinión

Prolegómenos de un proceso constituyente. Un llamado de atención a los ídolos.

«?no siempre pueden los hombres sabios y políticos experimentados, escoger la mejor república o evitar la peor. Cuando así ocurre, es preciso obedecer la tormenta, amainar las velas, arrojar el lastre, aunque se trate de cosas preciosas, a fin de salvar el navío y arribar a puerto». Jean Bodin. (Rep. VI.1)

Durante más de tres décadas, la arenga motivacional más recurrente de la nación ha sido el crecimiento económico y sus repercusiones para el desarrollo del país. Mes a mes, como si fuera alguna especie de premio de la lotería, se nos hacía aguardar por el bendito IMACEC y, a cada fin de año, se nos comunicaba –muchas veces con decepción- si habíamos o no alcanzado el guarismo anhelado para el PIB. Adicionalmente –esta vez como más optimismo- nos complacíamos de haber mantenido   a la monstruosa inflación dormida bajo las mareas, permitiéndonos así continuar sin mayores zozobras y turbaciones, nuestra navegación hacia el desarrollo. Todo eso: año tras año, gobierno tras gobierno.

De algún modo u otro, todos nos adiestramos en desenvainar rápidamente la cifra del PIB como un argumento objetivo que esgrimir en alguna discusión familiar o social. Donde la objetividad se basaba, eso si, exclusivamente, en el guarismo y no sobre la proporción de la cual es signo. De forma tal que su natural y aritmético descenso, década tras década, no concurría como la explicación más sencilla del aludido fenómeno económico, sino que, tal vez, para mantener el encanto sobre las virtudes sobre el otrora exclusivo argumento de la política, se buscaban, lejos de la sancta estrategia económica nacional[1], explicaciones más factibles de torcer y manipular.

A distancia de una explicación lógica proporcionada por la ciencia económica, las razones, en vez, se buscaban en el seno de otros campos del saber, como por ejemplo: el de la psicología. Es así como no resultaba infrecuente escuchar a ciertas voces autorizadas que nos explicaban majaderamente que todos nuestros tropiezos hacia el desarrollo eran más bien el fiel reflejo de la escasa productividad -ahora utilizando un promedio sin guarismo- del trabajador chileno; patología social que afectaba principalmente las expectativas de prosperidad de un siempre abstracto y esforzado pequeño emprendedor. Las más reputadas mentes económicas, políticas y empresariales embestían una y otra vez en contra de la anémica condición espiritual del chileno, que nos impedía, como único factor probable y demostrable, alcanzar a corto plazo la etiqueta de país desarrollado. Tal realidad subjetiva, traía consigo súbita e inapelablemente, el imponernos inmediatamente un régimen de esfuerzo y compromiso mayor con nuestros empleos y una deuda a pagar en aras de alcanzar el desarrollo; justificándose moralmente así ante todos, la negativa a discutir el aumento del salario mínimo, o las pensiones o cualesquier otro tipo de gasto social.

En suma, el PIB operaba en nuestro país básicamente como el símil de una nota escolar. Es así como en caso de obtenerse un 3 o menos, debíamos irremediablemente enfrentarnos a repetir las condiciones económico-sociales del año anterior y, sólo en caso de obtener un 5 o más, se podía abrir una pequeña ventana para discutir la apertura de la “billetera fiscal”. Eso sí, siempre y cuando, no aparecieran voces en contrario lo suficientemente convincentes que plantearan –a puerta cerrada como lo exige una materia propia de un segreti del potere o arcana imperii- el mantener el statu quo, habida cuenta que, justamente las condiciones de miseria imperantes, eran básicamente el origen y el motor del rápido crecimiento. Argumento que –aunque no nos guste admitir- resulta ser verdadero para la ciencia económica.

De ese modo es como arribamos al 18 de octubre pasado. Y debo decir antes de cualquier otra cosa, que es falsa la afirmación que señala que lo que ocurrió aquel día era imposible de avizorar. Para ningún poblador de alguna “toma”, población “callampa” o “conjunto social”, sembrados generalmente en la periferia de los centros urbanos del país, este particular evento lo tomó desprevenido. No hubo –como quieren pensar algunos- ningún poblador de una mediagua en nuestra nación que se explicara lo ocurrido como un ejemplo palpable de un ya largamente anunciado misterio escatológico. Para ningún paciente de un servicio de salud público o para alguno de sus cercanos -si aquél logró sobrevivir a la lista de espera sin morir naturalmente o sin apelar al suicidio como solución final de sus males- los hechos acaecidos fueron imputables a la acción de la siempre impredecible Némesis. Ni para las miles de víctimas del narcotráfico o la delincuencia en pasajes y callejones de aquellos barrios levantados sin ayuda del Estado, esto resultó ser una jugarreta más del destino. Seguir repitiendo un tan fingido asombro no constituye más que otro ultraje más.

Para la élite tampoco era un misterio. El negarlo sólo agravaba la falta. Ninguno de aquellos que se dedican a la academia pueden hoy decorar su semblante con una mueca de estupefacción. Las herméticas bibliotecas de este país, a las cuales han sido bendecidos de acceder, ostentan en sus estanterías cientos de testimonios de revueltas y revoluciones sociales junto con el análisis erudito de sus causas. La repetición continua de falacias –contra las cuales ya J. Bentham nos había advertido y puestos en guardia- por parte de los sempiternos «ídolos» -de los cuales nos advertía esta vez F. Bacon- que no son más que los mismos ídolos de nuestra academia, imposibilitan, incluso hoy, la búsqueda de nuevas soluciones para nuestros problemas. Por el contrario, creen –como siempre lo han sostenido y no siempre fundamentado- que volviendo una y otra vez sobre las mismas soluciones del pasado podremos -ahora si- fertilizar aquello que hoy yace yermo y sin vida.

 Y era previsible que los acontecimientos de octubre se volvieran a leer –una vez más- como una manifestación de los problemas propios de la sociedad del S.XVIII europea o norteamericana. Rápidamente –según lo indican nuestros ídolos- debemos revisitar a los auténticos profetas –de la altura de J.J. Rousseau o el abate Siéyès- como ejemplos de una autoridad olvidada por el capricho de quienes no supimos leer en sus obras la intemporal actualidad de su epifanía. Como era de esperar, se nos dice nuevamente, con un insolente desdén, que la razón tras nuestros problemas nunca tuvieron lugar por la capitulación de nuestros tribunos a continuar con la fatigosa guerrilla de la política, para abrazar, en vez y sin disimulo alguno, la paz que les ofrecía la siempre silente y objetiva demostración económica. No, nos dijeron. La razón siempre estuvo en el mismo lugar. En el epicentro de todos nuestros males tanto pretéritos como presentes. En los mismos grafemas tallados en piedra: nuestra Constitución.

Ya no vale el esfuerzo el escribir acerca de hechos consumados. En sólo 30 días el ardor de nuestros ídolos consiguió permear la hoy débil estructura política y sin mediar una debida reflexión, hemos presenciado el punto de partida de un nuevo proceso constituyente. Un proceso en el cual, como juristas, sólo somos capaces de predecir cómo se iniciará, pero nada podremos decir acerca de cómo acabará. Y es aquí -antes que se me tilde, inmerecidamente, de situarme en alguna coordenada ideológica o política determinada- que quisiera detenerme, aunque sea brevemente, en destacar lo que hemos perdido con esta solución, para luego dar paso a algunas reflexiones en cuanto a lo que significa para los juristas un proceso constituyente.

Sin necesidad de meditarlo demasiado, puedo decir sin temor a equivocarme que la Constitución de 1980, incluso aun después de todas las enmiendas introducidas, es una Carta Fundamental que contiene múltiples obstáculos para una adecuada convivencia democrática. Sin duda, la indebida e irritante protección por parte de la Constitución de ciertos intereses perseguidos y promovidos por un segmento de la población –que veía en el advenimiento de la democracia una amenaza a esos intereses- no ha hecho otra cosa que coadyuvar a la excitación y estallido social. Es decir, ha promovido justamente aquello que debía prevenir: el peligro de una ruptura social o el acaso de una guerra civil. 

Pero su mayor falencia era también parte de su mayor fortaleza. En efecto, el exhaustivo análisis de esas debilidades –durante décadas- por parte de la academia y, el examen minucioso de sus efectos en sede de adjudicación, nos proporcionaba una clara imagen de aquello que debíamos modificar; junto con el desarrollo pormenorizado de las más óptimas soluciones para alcanzar un texto que cumpliera con un estándar democrático real. Todo ese valioso material racional y científico se perderá con una nueva Constitución. Y es así como se puede identificar, sin necesidad de mayores argumentos, que nuestros ídolos se han movilizado una vez más por la pasión sin parar mientes en la razón. La mejor manera de haber conseguido la más anhelada victoria en contra de la «odiosa y antidemocrática» Constitución era haberla domeñado respecto de sus males conocidos. Hoy sin embargo, se embarcan a ciegas sobre los males por conocer. 

Sin perjuicio de ello, creo que esa agua ya hay que dejarla correr. El campo de batalla actual ya no deja espacio para esa estrategia. Ahora fijémonos en lo que ineludiblemente nos convocará: la elaboración ex nihilo de una Constitución.

A contrario de lo que sostendrán algunos, Chile vivirá un proceso constitucional inédito en su historia. Un proceso que será recorrido y caracterizado por el más intenso nivel de intromisión y auscultación por parte la opinión pública que se halla observado jamás con respecto a cualquier proceso constituyente de nuestra historia. Donde los ciudadanos exigirán palmo a palmo, etapa tras etapa, que se de satisfacción a sus más nimias y extremas demandas de grupo. Y donde los medios de comunicación tradicionales, junto con los medios de comunicación social, permearán el conclave constituyente, presionando como nunca antes, el razonamiento y la parsimonia de los miembros de la Convención.

Asimismo, nunca antes Chile había exhibido, en la antesala de un proceso constituyente, el presente nivel educativo, cultural, económico e ideológico que hoy poseen los ciudadanos de este país. Tampoco, un nivel tan alto de democratización de su padrón electoral. Y por si ello fuera poco, un grado tan alto de disenso o heterogeneidad con respecto a temáticas de género, etarias, étnicas, morales, religiosas, o con respecto a sus posiciones políticas o ideológicas, etc. Todo lo cual será caldo de cultivo de la más variopinta panoplia de exigencias, opiniones y debates.

Esos elementos, junto a otros que no puedo anticipar acá, se harán presentes en el escenario que enfrentarán nuestros ídolos a lo largo del iter constituyente. Y puedo advertirles desde ya, que ningún libro de historia constitucional o la más cercana experiencia constituyente comparada, les servirá para anticipar lo que ahí observarán. Y si aun guardan la esperanza de poder guiar los argumentos y debates tras bambalinas con la mera evocación de una institución o razón propia del Derecho, me temo que de tal ensueño deben ser rápidamente despertados para lograr ser, de alguna utilidad, en cuanto a los consejos que les corresponda suministrar.

Lo primero que tendrán que tener presente al momento de dar sus primeros pasos por la antesala de la soberanía, es que sus argumentos jurídicos estarán ahora desprovistos de su autoridad acostumbrada. En efecto, de ese momento en adelante, el Derecho ya no será el fiel reflejo de una racionalidad inveterada e incontrovertida, sino que, a lo más, concursará como un argumento más dentro de la refriega soberana, junto con otros de tipo religioso, ético, económico, sociológico, psicológico, científico, etc; los cuales exigirán que se le reconozca su propio mérito y valor como argumentos válidos en el desarrollo de cualquier debate constituyente.

En resumen, nuestros ídolos, no podrán recurrir en sus apuros, a norma jurídica alguna que zanje el debate. No podrán lanzar ya miradas despectivas para acallar el ahora legitimo argumento a favor de un Estado evangélico, plurinacional o que promueva –tal vez con mayor imaginación- un Estado de corte ecologista. Tampoco podrán citar experiencias comparadas, o a grandes autoridades del Derecho, para poder descartar a priori, cualesquier argumento que promueva las viejas consignas a favor de un Estado comunista o fascista o; ¿por qué no? Uno de tipo federal o autonómico. Aunque el día de hoy nos resulten todas esas alternativas alejadas de nuestra actual realidad jurídico-constitucional, ninguna de ellas se puede desechar como inapropiada de enunciar en un debate constituyente. Bastará que ellas concurran con las fuerza de los votos y no de la razón, para tenerlas a futuro por válidas y vinculantes.

A nivel de los conceptos utilizados tampoco les irá mejor. En particular por dos motivos que bien nos aporta García Pelayo[2]. En primer término, porque la mayoría de los conceptos jurídico-políticos son de un modo mediato o inmediato conceptos polémicos, por referirse a la substancia de la existencia política de un pueblo, que bajo el contexto de una discusión constituyente se transformarán en conceptos simbólicos y combativos que adecuarán su ratio no en la voluntad de conocimiento, sino en su adecuación instrumental para la controversia con el adversario. En segundo término, porque no es difícil de prever que esa tensión polémica frente al concepto racional en disputa, se polarice aún más entre las generaciones que rivalicen la primacía de su ratio con respecto a la utilizada por el adversario. En concreto, hablamos de la lucha que librarán las ideologías del conservatismo y el liberalismo. Como bien lo describe nuestro autor, en ese debate el revolucionario mirará al futuro y creerá en la posibilidad de conformarlo; el conservador mirará al pasado y se inclinará por un orden inmutable.

Esas y otros problemas más aparecerán ante la mirada atónita de nuestros ídolos a lo largo del iter constituyente. Que en caso de no tenerlas en cuenta desde el comienzo, no provocarán más que frustración tanto en ellos como en aquellos a los cuales son llamados a aconsejar. No vaya a ser cosa, que insuflados por una falsa confianza, terminen, luego de algún tiempo de refriega constituyente, rogando por devolver la vigencia a la antigua y vapuleada Constitución del 80.   

En suma, sugiero a mis colegas- humildemente- que en vez de perseguir una nueva Constitución con un alegre ánimo combativo y autosuficiente, en vez, guarden en su espíritu un mínimo de sabio recelo, en miras a conservar los sentidos adecuadamente tensos y alertas con respecto a los badenes que pueda exhibir el camino hacia una nueva Constitución. Porque un buen capitán en tan desconocidos mares, será únicamente el pueda rescatar el navío –lo más rápidamente posible- de las turbulentas aguas del siempre arbitrario poder soberano, para poder alcanzar con premura la razón que sólo proporciona el reflexivo puerto imperado por el Derecho. (Santiago, 21 noviembre 2019)

 

 


[1] Con algunas matizaciones, la estrategia económica nacional sobre empleo y salarios se basaba básicamente el que en su tiempo fuera un novedoso razonamiento. Me refiero al elaborado por el economista escocés Adam Smith en su opus magnum de 1776 el cual sugería la aparición de un circulo virtuoso entre el capital, la fuerza de trabajo y el salario. Es así como Smith sostenía que el exceso de capital con que cuente una persona rica, reportaría finalmente un beneficio para la clase obrera, puesto que el primero, empleará naturalmente con el excedente a uno o más jornaleros, con el objeto de obtener mayores beneficios. Es decir, su propia codicia y egoísmo guiaría finalmente al empresario a propulsar el empleo y; esto por su parte, tendría el beneficio de aumentar la demanda por mano de obra, verificándose así un natural aumento en su salario. (No es difícil ver en la proyecto de ley que pretendía el retorno a la integración tributaria el corolario de este axioma económico). Sin embargo, Smith, advertía también sobre la necesidad de establecer un salario mínimo fijado sobre bases materiales y no simplemente formales, para así evitar la miseria, aun cuando fuese guiado por un argumento egoísta, al señalar: «Un hombre ha de vivir siempre de su trabajo, y su salario debe al menos ser capaz de mantenerlo. En la mayor parte de los casos debe ser capaz de más; sino le será imposible mantener a su familia, y la raza de trabajadores se extinguiría pasada una generación». Smith, Adam. An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations. Londres. 1776. Existen múltiples traducciones al español. Aquí se consultó principalmente: La Riqueza de las Naciones. Trad., Rodríguez Braun, Carlos. Madrid, Alianza, 1996., pp. 112 y sigs.

[2] García-Pelayo y Alonso, Manuel. Derecho constitucional comparado, Madrid, Alianza, 1984 (reimpresión de la 7ª edición, de 1961)., pp. 33-53.

 

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