Cartas al Director

¿Estado social o Estado garante para Chile? Algunas precisiones.

Luis Alfonso Herrera Orellana

21 de marzo de 2022


En la jornada del 16.03.22, se debatió en la Convención Constitucional la incorporación al texto constitucional en preparación de la “cláusula del Estado social”, alegando para ello la regular presencia de esa cláusula en diferentes textos constitucionales europeos e hispanoamericanos, y de lo esencial que resulta para “asegurar” el disfrute de los derechos sociales que en definitiva se reconozcan en la futura Constitución.

Ante esa propuesta, se planteó como alternativa la adopción de otra fórmula, la del “Estado garante”, que, si bien carece hasta el presente de reconocimiento constitucional explícito como cláusula o principio en alguna Carta Magna americana o europea, ha sido objeto de amplio estudio y promoción a nivel doctrinario e institucional, al menos en países como Alemania y España.

Resumiendo, las diferencias entre la cláusula del Estado social y la idea del Estado garante se encuentran: 1) en el contexto de surgimiento de cada una, 2) en los roles que cada una asigna a la Administración y 3) en la relación que de esos roles plantean entre el Estado y la sociedad en cada país.

El Estado social surge como principio constitucional en la postguerra europea, a partir de los aportes doctrinales de, entre otros, Herman Heller, para asignar a la Administración un rol conformador del orden social, al asumir que ella disponía mejor que los privados de los recursos, conocimientos y técnicas para asegurar de forma unilateral y directa los intereses públicos y los derechos sociales, asignando a los privados una relevancia más bien subalterna respecto de dichas materias.

Por su parte, el Estado garante es una idea que surge, con esa u otras denominaciones, en algunos países europeos durante los años 90 del siglo XX, dada la insostenibilidad de los presupuestos públicos, la ineficiencia e insuficiencia en la prestación de servicios, creciente corrupción y riesgos para la libertad, y que plantea, a través de los aportes doctrinales de Eberhard Schmidt-Assmann y José Esteve Pardo, un repliegue de la Administración para fortalecer su rol regulador, fiscalizador, promotor y prestador subsidiario, así como fórmulas de colaboración con los privados para garantizar los fines del Estado social.

Se advierte, entonces, que la diferencia de fondo no está en los fines de protección y garantía de los derechos e intereses de las personas, sino en los medios que una fórmula u otra plantea, al momento de asegurar que tales fines sean logrados.

Mientras el Estado social, en su versión original, dio lugar a un Estado de Bienestar, con numerosos servicios públicos y empresas de titularidad estatal operando en la sociedad, el Estado garante postula reorientar el rol de la Administración, a fin de que comparta con los privados la tarea de servir al bien común, renunciando a los monopolios, titularidades, reservas y controles, y especializándose en la gestión de los riesgos, sin renunciar a sus poderes de sanción y a ofrecer prestaciones directas cuando ello sea necesario.

Pues bien, la posibilidad de adoptar la fórmula del Estado garante en lugar de la del Estado social, ha sido objeto de duras críticas por parte de diferentes académicos del país, a través de comentarios en redes sociales y de cartas a medios de comunicación. Ello por considerar que tal opción es “una involución del Estado social”, que en ella “se privilegia sin sentido técnico” a la iniciativa privada, que mantiene “la lógica de la subsidiariedad” y, en definitiva, “impide superar el modelo neoliberal chileno”.

En otras aproximaciones al tema, y desde una lectura vinculada a la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, más bien se le llegó a asumir, de forma equivocada, como una idea que otorga fundamento a una intervención estatal todavía más intensa que la propiciada por el Estado social, lo que es contradictorio con la idea de “adelgazamiento” que el Estado garante impulsa, en contra de cierto “populismo constitucional”.

Estimamos que las críticas formuladas carecen de fundamento. Primero, porque no tienen en cuenta que el Estado garante es una idea regulativa para orientar el proceso de producción y aplicación del derecho, y no un principio constitucional a positivar.

Y segundo, porque lo asimilan a la interpretación “negativa” de la subsidiariedad que habría predominado en Chile bajo la Constitución hoy vigente, sin atender la realidad institucional y social de países como Suecia o Alemania en los que, de un modo u otro, el Estado garante orientó desde fines del siglo XX el rol de la Administración ante las personas, a partir de un entendimiento más bien amplio de la subsidiariedad, con impacto en la descentralización y la externalización de actividades.

Por otro lado, estas críticas defienden situaciones anacrónicas e inconvenientes para toda sociedad que hoy día aspire a ser inclusiva y desarrollada. Por ejemplo, una Administración titular de bienes y actividades que dirige, controla, presta y determina unilateralmente la economía, un derecho administrativo de la prerrogativa que rechaza la colaboración pública-privada y se centra en la actividad sancionatoria, y una precarización jurídica de la iniciativa y autonomía de las personas, familias y asociaciones (grupos intermedios) para contribuir a asegurar el bien común y desarrollar sus proyectos de vida en libertad.

Asimismo, lo que tales críticas no reconocen o registran, es que la idea del Estado garante no tiene su origen en alguna ideología “neoliberal”, sino en el sentido común, en la observación de la realidad y en el compromiso institucional genuino de asegurar más y mejores respuestas a las necesidades de las personas, sin importar los medios empleados para ello, por ejemplo, la iniciativa privada, la competencia, la regulación y la prestación directa complementaria, en lugar de la iniciativa estatal monopólica, los controles y la prestación directa centralizada.

Gracias a tal perspectiva despolarizada, el Estado garante advierte la nueva correlación que surge, en los países libres, entre la autoridad y las personas en la “sociedad del riesgo” según la expresión de Ulrich Beck, a asumir que los grandes avances y respuestas -financieros, científicos y tecnológicos- no surgen del Estado, sino en el sector privado -empresas, centros de investigación- y más allá de las fronteras -corporaciones multinacionales, organismos internacionales- y que, ante ello, el rol central de la Administración es regular y prevenir riesgos, sin perjuicio, desde luego, de su acción prestacional subsidiaria y descentralizada.

Es improbable que, si se adopta el Estado social como principio constitucional en Chile, ello implique de forma automática un aumento en el acceso y la calidad de las prestaciones que satisfacen necesidades públicas.

Ello dependerá de múltiples factores, en su gran mayoría no jurídicos. Entre los jurídicos, será clave la interpretación que se haga de ese principio. Si se adopta como reacción a la “subsidiariedad negativa” una interpretación estatista favorable al viejo Estado de Bienestar, camuflado bajo nombres como Estado emprendedor o el régimen de lo público, los resultados serán negativos. Si en cambio, se lo interpreta desde ideas como la del Estado garante, las posibilidades de prosperidad y mejoras para Chile serán mayores.

Lo que está en juego no es menor: avanzar asumiendo la realidad y derrotando la polarización maniquea estatismo/neoliberalismo, o retroceder adoptando ideas autoritarias, anacrónicas y fracasadas.

 

Luis Alfonso Herrera Orellana

Abogado summa cum laude y especialista en derecho administrativo por la Universidad Central de Venezuela. Magíster en derecho constitucional por la Universidad Católica Andrés Bello. Profesor de derecho administrativo y derecho constitucional en la Universidad Central de Venezuela, la Universidad Católica Andrés Bello y la Universidad Autónoma de Chile. Investigador de la Unidad de Análisis del Rol del Estado de Chile, Carrera de Administración Pública, Universidad Autónoma de Chile. Candidato a doctor del programa de doctorado en Derecho de la Universidad de Los Andes, Chile.

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