Cartas al Director

Procedo y miento.

Gonzalo Garay

11 de enero de 2025


La norma que actualmente regula el sistema de relaciones jurídicas penales, en términos de forma, es el Código Procesal Penal, que data del año 2000. Antes, y por casi 100 años, nos rigió el Código de Procedimiento Penal, promulgado en 1906. Resulta llamativo el cambio de denominación, convengamos que la palabra procedimiento, al menos fonéticamente, podría descomponerse en dos vocablos que orientan hacia una finalidad mordaz y artera: procedo y miento. Quizá la razón de la modificación en el nombre del texto no se trata sólo de una sutileza del lenguaje.

El mensaje del nuevo código, del año 1995, firmado por Eduardo Frei, presidente de la época, parece entregar luces al respecto. “Existe en el país un amplio consenso sobre la falta de adecuación del sistema vigente a los requerimientos de los tiempos actuales, siendo ésta percibida como un obstáculo a las metas de desarrollo que el país se ha trazado para los años venideros”; “El cambio político más importante en Chile ha sido, a su turno, la consolidación del modelo democrático, el que a su vez exige el respeto a los derechos humanos como un principio fundamental de legitimidad”; “…se busca cambiar fundamentalmente el modo en que los tribunales desarrollan el procedimiento penal…”; “el eje del procedimiento propuesto está constituido por la garantía del juicio previo, es decir, el derecho de todo ciudadano a quien se le imputa un delito a exigir la realización de un juicio público ante un tribunal imparcial… como elemento integrante de esta garantía se consagra el sistema oral, a partir de la constatación de que este método sencillo y directo de comunicación es el único que permite asegurar que el conjunto de actos que constituyen el juicio se realicen de manera pública, concentrada, con la presencia permanente de todos los intervinientes y sin admitir la posibilidad de mediaciones o delegaciones, como las que tantos problemas y distorsiones han causado en el sistema vigente”; “Se pretende cambiar fundamentalmente el modo en que los jueces conocen los casos para su resolución , pasando del sistema de la lectura de expedientes a uno en que la percepción tanto de las pruebas como del debate de las partes se realice de forma directa, en el juicio”.

Pese a lo anterior, y a la consolidación de un sistema de justicia que lleva operando por 24 años, en un escenario jurídico de lo más bipolar, debe convivir con el antiguo Código de Procedimiento Penal, que consagra un régimen inquisitivo que se caracteriza por su secretismo, que obra de espaldas a la comunidad y no conduce a un debate público y contradictorio en una audiencia; un sistema en que las facultades de investigación, acusación y fallo se concentran en un juez, agravando la ya precaria garantía de imparcialidad; de base opaca y deficiente desde el punto de vista de los derechos de las personas justiciables.

Por una razón de temporalidad, la justicia inquisitiva continúa viva y en funciones, especialmente para juzgar casos relacionados con violaciones a los derechos humanos- vaya paradoja-, apartado de los nuevos paradigmas jurídicos que hablan de debido proceso, presunción de inocencia, oralidad y contradicción de los debates. Con un poco de voluntad política, estas normas vetustas podrían integrarse al amplio catálogo de los libros de historia jurídica; el marco constitucional permite una pluralidad de opciones legislativas.

Sería una solución óptima y necesaria para evitar la proliferación de sentencias judiciales que nombran mucho y dicen poco; de procesos judiciales que, no me cabe duda, terminarían en sonadas absoluciones bajo el control, las reglas y criterios del nuevo proceso penal. Ya decía Rawls, en su “Teoría de la Justicia”, que el imperio de la ley está directamente unido a la libertad; que las normas justas establecen una base para las legítimas expectativas y alimentan las confianzas entre las personas, pero si estas bases de exigencias son inseguras, también lo son los límites de las libertades humanas.

La necesidad de estabilidad sociopolítica requiere de juicios justos y abiertos, que no han de ser prejuiciados por el clamor público. Los preceptos de justicia natural deben asegurar que el orden legal sea mantenido de modo regular e imparcial, opina el filósofo. En el mismo sentido, Dworkin añade que el riesgo de decisiones equivocadas (latente en el procedimiento inquisitivo, en que la ley se suele convertir en lo que el juez sostiene que es), se atenúa al diseñar instituciones que contribuyan a reducir, en la medida de lo posible, el peligro de error. Quizá esta se trate de una de las grandes contribuciones de la reforma procesal penal, expresión de la voluntad popular que ha fortalecido nuestro sistema democrático en los últimos veinticuatro años.

 

Gonzalo Garay

Agregue su comentario

Agregue su Comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *