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Acerca de la laicidad y «apartheid» ideológico.

A la sombra de una comprensión interesada de la laicidad, están proliferando nuevas formas de intolerancia.

11 de julio de 2017

En una columna publicada recientemente, Santiago Cañamares, abogado español, debate acerca de la laicidad del Estado y su proyección sobre el ámbito educativo, a propósito de la organización en un liceo público de Salto, Uruguay, de una charla en la que se defendían posiciones contrarias al aborto.

El autor indica que se trata de conflictos que se repiten en las sociedades occidentales y para cuya resolución resulta aconsejable prescindir de los apasionamientos que acompañan a las ideologías para precisar conceptos y proporcionar respuestas justas y equilibradas. En esta tarea el Derecho se presenta como solución particularmente útil.

La columna señala que el primer concepto que se debe precisar es la laicidad, por mucho que se haya traído a colación de manera interesada para identificar el rechazo al aborto con planteamientos exclusivamente religiosos, ignorando que esta práctica resulta también contestada desde planteamientos éticos o deontológicos. En todo caso, la laicidad es un término frecuentemente utilizado para expresar la debida neutralidad del Estado a la religión, por mucho que las constituciones occidentales –la uruguaya no es una excepción– no lo utilicen expresamente. Su adecuada comprensión exige preguntarnos qué lleva al Estado a declararse neutral en materia religiosa. La respuesta está en garantizar que todos los ciudadanos puedan ejercer su libertad religiosa e ideológica en condiciones de igualdad, esto es, sin condicionamientos públicos –a favor o en contra- de ningún tipo. Esta conclusión, avalada por la jurisprudencia comparada, descarta una comprensión de la laicidad como hostilidad o como indiferencia de los poderes públicos frente al fenómeno religioso. Desde esta perspectiva, fácilmente se comprende que la laicidad no exige un espacio público libre de religiones o de ideologías, sino que, al contrario, posibilita un libre mercado de ideas y creencias, donde los ciudadanos puedan elegir aquellas que consideren oportunas. En este ámbito, el Estado debe limitarse al papel de árbitro imparcial que garantice el respeto de las reglas de juego democrático que vienen marcadas por los límites a las libertades que se ejercen –libertad religiosa e ideológica y libertad de expresión- es decir, por el respeto a la protección de los derechos y libertades fundamentales de los demás, de la seguridad pública, del orden público y de la moralidad pública.

Enseguida, el columnista expone que la proyección de la laicidad sobre el ámbito escolar significa que el Estado debe renunciar a todo adoctrinamiento educativo. Al hablar de la libertad de enseñanza, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos –una de las Cortes más reconocidas en la protección de los derechos y libertades fundamentales- subrayó en Lautsi v. Italia (2011) que el Estado debe garantizar que la transmisión de informaciones y conocimientos en el marco de la enseñanza se haga de manera crítica, objetiva y pluralista, de modo que se permita a los alumnos desarrollar su sentido crítico. De esta forma, tal y como admitió en Folgero v. Noruega (2007), los estados pueden transmitir informaciones que directa o indirectamente tengan contenido religioso, si bien cuando una asignatura –o parte de ella– no reúna las apuntadas notas se debe dispensar a los alumnos de su seguimiento obligatorio.

Y es que, a la luz de lo expuesto y volviendo al caso de Salto, podemos concluir, de un lado, que la manifestación en un centro educativo público de ideas que puedan tener un sustrato religioso no resulta incompatible con la laicidad del Estado. De otro, que no cabe calificar de adoctrinadora una actividad que, al tener carácter extracurricular, resulta enteramente voluntaria para los alumnos.

De esa forma, concluye el texto arguyendo que, más allá de este conflicto concreto, resulta preocupante cómo, a la sombra de una comprensión interesada de la laicidad, están proliferando nuevas formas de intolerancia que, como medio para lograr la implantación hegemónica de las propias ideas, no tienen escrúpulos en condenar al "apartheid" a determinadas convicciones, deslegitimando su presencia en el ámbito público. La respuesta del Estado a estas situaciones no puede ser de indiferencia, pues a él le corresponde solucionar estas tensiones asegurando el pluralismo de las sociedades democráticas, fomentando la tolerancia entre grupos sociales contrapuestos y el respeto a las minorías.

 

 

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