La decisión del presidente Donald Trump de desplegar la Guardia Nacional en Los Ángeles, sin el consentimiento del gobernador de California, representa un punto de inflexión de considerable magnitud.
Más que una simple medida de fuerza para contener protestas, este acto desafía directamente el pacto federal estadounidense y cruza un umbral que genera serias dudas sobre el equilibrio de poder en el país.
Lo que se observa no es una mera disputa competencial, sino un escenario que podría derivar en una notable crisis constitucional, poniendo a prueba la resiliencia de las instituciones de Estados Unidos.
La imagen de soldados-ciudadanos federalizados frente a civiles en una de sus principales ciudades, actuando bajo órdenes presidenciales que anulan la autoridad de un estado, es un hecho que suscita una profunda inquietud.
Recuérdese que la Guardia Nacional es una fuerza militar de reserva que forma parte tanto del Ejército de los Estados Unidos como de la Fuerza Aérea, y su objetivo es intervenir como apoyo en emergencias, graves quebrantos del orden público, amenazas al Estado, control fronterizo y protección de infraestructuras críticas.
Puede ser activada por los estados o por el Gobierno federal. Su origen se remonta al siglo XVII y representa uno de los componentes más antiguos, originales y versátiles del sistema de defensa y protección civil estadounidense.
La Guardia Nacional está integrada por ciudadanos voluntarios que reciben entrenamiento militar mientras mantienen su vida civil. No es por tanto un cuerpo de militares profesionales con dedicación exclusiva a la vida castrense.
La medida que ahora acaba de adoptar el presidente Trump puede ser presentada como una acción para restaurar el orden, pero su trasfondo sugiere un intento de imponer una voluntad política a través de la fuerza militar, sentando así un precedente que podría redefinir las relaciones entre el poder federal y los estados.
La forzada interpretación de una Ley de Excepción
Es previsible que la Casa Blanca busque amparo legal en los amplios y poco definidos términos de la Ley de Insurrección de 1807.
El argumento se centraría en que las protestas contra las políticas migratorias federales constituyen una «obstrucción» que hace «impracticable» la aplicación de la ley.
Sin embargo, esta es una interpretación tan expansiva que convierte una herramienta diseñada para emergencias extremas en un instrumento de presión política. La Ley de Insurrección fue concebida para escenarios de rebelión o un colapso de la autoridad civil, no para gestionar la disidencia contra una política gubernamental.
Calificar a los manifestantes de constituir una «insurrección» que requiere intervención militar parece una desnaturalización de la ley. Se estaría utilizando un recurso legal de excepción para erosionar un principio clave del sistema estadounidense: la Décima Enmienda y la soberanía de los estados para administrar el orden público.
California no se ha declarado incapaz de mantener la seguridad; al contrario, su autoridad ha sido desplazada por un poder ejecutivo federal decidido a ejecutar su agenda.
Así, la acción presidencial, lejos de ser una respuesta a la anarquía, podría ser vista como una provocación que socava los poderes de policía, corazón de la autonomía estatal.
Las limitaciones de los precedentes históricos
Quienes defienden esta medida podrían invocar ciertos episodios de la historia estadounidense, como el de Little Rock en 1957, cuando el presidenteEisenhower movilizó tropas para garantizar la integración racial en las escuelas. No obstante, la comparación resulta inexacta.
En Little Rock, la intervención federal buscaba proteger derechos constitucionales fundamentales frente a un gobernador que usaba el aparato estatal para desafiar un mandato de la Corte Suprema. La acción de Eisenhower fue, en esencia, una defensa de la Constitución.
El despliegue actual tendría una finalidad muy distinta.
No se utilizaría para proteger derechos constitucionales, sino para contener protestas contra una política federal.
El estado de California, con sus leyes de «santuario», ejerce su derecho constitucional a no emplear sus recursos para fines federales, pero no obstruye físicamente a los agentes federales.
Equiparar la resistencia a la integración racial con la negativa a consentir una intervención militar en sus ciudades es un paralelismo conceptualmente débil.
Tampoco encuentra un claro precedente en los disturbios de Los Ángeles de 1992, donde el despliegue federal se produjo a petición expresa de las autoridades estatales y locales, en un marco de cooperación y no de imposición.
Las consecuencias de la politización militar
Más allá del debate legal, las ramificaciones a largo plazo de una acción de este tipo serían muy significativas. En primer lugar, se deteriora la confianza institucional y se enrarecen las relaciones entre Washington y los estados.
El federalismo cooperativo, un pilar del sistema de gobernanza del país, se vería seriamente dañado, dando paso a un modelo de mayor confrontación.
En segundo lugar, se corre el riesgo de politizar a la Guardia Nacional.
Sus miembros, que son ciudadanos-soldados, se verían en la compleja tesitura de ser utilizados como un actor en disputas políticas internas. Ciudadanos, frente a ciudadanos.
Esto podría afectar a la reputación apolítica de las fuerzas armadas y al vínculo de confianza con la sociedad a la que sirven. Como advirtió en su momento el exsecretario de Defensa James Mattis, el uso de militares en asuntos domésticos puede «erosionar el terreno moral» que los sustenta.
Finalmente, se establece un precedente preocupante.
Si un presidente puede desplegar unilateralmente al ejército para gestionar protestas contra una de sus políticas, se abre la puerta a que futuras administraciones puedan hacerlo en otros ámbitos de disenso político.
El umbral para la intervención militar doméstica se reduciría, alterando el equilibrio tradicional en la gestión de crisis internas.
Una encrucijada para el sistema estadounidense
Se plantea, por tanto, una disyuntiva fundamental. Se puede aceptar la narrativa de «ley y orden» como justificación para una afirmación expansiva del poder presidencial, o se puede analizar esta acción como un movimiento que pone en tensión los contrapesos del sistema democrático.
La crisis en las calles de Los Ángeles no nacería tanto de los manifestantes como de la decisión de responder a la protesta con una demostración de fuerza militar.
El camino elegido por las instituciones estadounidenses —el Congreso, los tribunales y la propia sociedad civil— para responder a este desafío determinará en gran medida la evolución futura de su particular pacto federal.
Se ha abierto una brecha constitucional notable, y la forma en que se gestione tendrá consecuencias duraderas.
«Calificar a los manifestantes de constituir una ‘insurrección’ que requiere intervención militar parece una desnaturalización de la ley», explica Jorge Carrera, abogado, exmagistrado, exjuez de enlace de España en Estados Unidos y consultor internacional. «Este acto desafía directamente el pacto federal estadounidense y cruza un umbral que genera serias dudas sobre el equilibrio de poder en el país», añade.