Artículos de Opinión

A review to the Judicial review, Episodio III: El «olvido» francés respecto de la jurisdicción constitucional.

Las constituciones del periodo revolucionario galo se limitaron a depositar en el pueblo la defensa final del ordenamiento constitucional y el poder judicial fue perfilado como un mero aplicador de la ley.

Continuamos con esta serie de columnas titulada “A review to the judicial review”, en donde tenemos como objeto proporcionar antecedentes sobre los orígenes y justificaciones de la revisión jurisdiccional de las leyes. Todo con el propósito de contribuir al permanente debate en torno a la existencia y configuración del control de constitucionalidad de las leyes en Chile. En esta oportunidad recordaremos algunas ideas que comparecieron al debate ocurrido en Francia durante el momento constituyente post revolución.
Llama la atención que el primer documento que en la historia occidental sostuvo que la Constitución se compone de separación de poderes y protección de derechos haya  omitido toda mención a  mecanismos de garantía de la carta fundamental exógenos a los poderes únicamente políticos. Así lo señala el conocido artículo 16 de la declaración de derechos y del hombre y del ciudadano de 1789.  La citada declaración en su artículo N°6, enfatizaba el carácter de “expresión de la voluntad general” respecto de la ley, cuestión que no hizo respecto de la constitución. Afirmación (u omisión, según la perspectiva) dotada de toda lógica. Si en aquél entonces la judicatura era un apéndice del régimen monárquico, la soberanía popular no estaría dispuesta a someterse al impulso anti revolucionario que latía en los jueces. Por eso el juez que no debería interpretar las normas legales (mucho menos la constitución) habría de limitarse a ser “la boca de la ley”.
La Constitución francesa del “año segundo” alzó hasta su máxima expresión la matriz institucional esbozada por la declaración y consignada en la carta de 1791: la supremacía del parlamento, que en aquella pretérita organización resultó matizada por la necesidad de coexistir con el monarca, concretada – aunque tímidamente – en el veto suspensivo. Empero con la potencia de una constitución estilo Westminster.
Tiempo después, el 17 de agosto de 1795  la convención aprobó una nueva constitución cuya principal novedad fue la atribución del poder ejecutivo a un directorio integrado por 5 miembros y el reconocimiento de la función legislativa a una asamblea que – ahora – sería bicameral. Ese nuevo proyecto institucional no buscó limitar los poderes del principal agente normativo mediante una instancia externa al legislador, sino que optó por un equilibrio con base endogámica: la existencia de un consejo de ancianos y del consejo de los quinientos, ambos ramas del parlamento.
Tal arquitectura se apartó así del – hasta entonces – tradicional unicameralismo revolucionario pero sin traicionar en lo más mínimo el ideal de la soberanía popular y sin ceder ante la tentación de instaurar modelos de control heterónomos como el jurado nacional, propuesto por Sieyés.
En fin, para la reseñada constitución de 1795, la estructuración bicameral del parlamento no tenía base estamental (cómo el bicameralismo británico), solamente etaria. El consejo de los quinientos, integrado por los miembros más jóvenes, tenía la misión de proponer las normas que le parecieren útiles y era – según Blanco Valdés – la “imaginación de la república”, mientras que el consejo de ancianos era el llamado a ser  domicilio de la razón y la experiencia. Su misión consistiría en discriminar las leyes a admitir, sin tener facultades de proponer nuevas normas. Lo interesante es que la facultad de veto del consejo de ancianos constituía una especie de control procedimental o formal de la constitucionalidad de los actos de la cámara de los quinientos, pues podían anular las decisiones adoptadas por aquellos que no tuviesen en cuenta las formas prescritas por la constitución.
Lo cierto, entonces, es que las constituciones del periodo revolucionario galo se limitaron a depositar en el pueblo la defensa final del ordenamiento constitucional y el poder judicial fue perfilado como un mero aplicador de la ley.
Las interrogantes que emergen al atender a lo anterior y que intentamos propagar en el medio nacional son dos. ¿Qué justificación tiene en Chile la existencia de un parlamento bicameral? Y, con más vinculación con nuestra “saga” ¿Qué justificación existe en Chile para separar competencialmente la aplicación de la constitución como Norma Normarum de su aplicación como norma Decisoria Litis?

 

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