Artículos de Opinión

Constitucionalismo social e historicismo constitucional.

La disyuntiva planteada es la clave para entender los cada vez más frecuentes connatos de llamar a una Asamblea Constituyente. Y es clave porque ella resume las posturas claves de las facciones enfrentadas: por una parte (los historicistas), quienes ven en la Constitución de 1980 una pieza política que reconoce y recoge aquellos valores “históricos” […]

La disyuntiva planteada es la clave para entender los cada vez más frecuentes connatos de llamar a una Asamblea Constituyente. Y es clave porque ella resume las posturas claves de las facciones enfrentadas: por una parte (los historicistas), quienes ven en la Constitución de 1980 una pieza política que reconoce y recoge aquellos valores “históricos” que forman el imaginario político-cultural de los chilenos. En la vereda opuesta, quienes ven la necesidad de contar con una nueva Carta Fundamental que se adapte a los nuevos tiempos. El problema es que ninguna de las dos partes es realmente sincera. Quienes abogan por mantener vigente la Carta de 1980, no lo hacen porque ella recoja los valores ya mencionados. Lo hacen para mantener vigente uno de los principales vestigios del régimen de facto que le dio origen: la dictadura. Por otra parte, quienes piden una nueva Constitución, lo hacen pensando básicamente en el mismo supuesto: ella carecería de legitimidad por haber sido aprobada o impuesta a la voluntad popular, a lo cual se debe sumar el hecho de que una Constituyente sería una herramienta perfecta para dar cabida a una transformación del modelo ya existente.
Y pese a esta falta de sinceridad, lo cierto es que ambas partes están absolutamente equivocadas. Efectivamente la Constitución de 1980 fue redactada entre cuatro paredes y luego votada en un plebiscito cuyas únicas opciones era sí o no. No me pronunciaré sobre la legitimidad de ese proceso, y sólo me basaré en el resultado del mismo: sí.
Desde entonces, dicha Constitución –legítima o no- ha sentado las bases de un modelo político, económico y social que ha colocado a Chile entre los países más prósperos de la región. Por lo demás, fue esa misma Constitución la que puso fin a la Dictadura, hecho que debería ser capaz de lavar cualquier mancha de nacimiento sobre la misma. Y si ello ni fuera suficiente, tenemos el uso, las prácticas y la costumbre constitucional que ella ha generado. La Constitución no sólo ha sido implementada, sino que ha introducido una serie de prácticas constitucionales –me refiero por ejemplo a los Recursos de Protección y Amparo Económico- y ha sido objeto de modificaciones. Si un pacto entre dos personas, por nulo o vicioso que sea en su origen, es cumplido de buena fe, modificado, ampliado y reducido, es porque las partes pretenden reconocerlo. Resulta un sinsentido trabajar sobre un supuesto que se reconoce falso. Una Constitución no escapa a esta regla. Finalmente, una obra que se ha transformado en práctica, y que contiene mecanismos de reforma que han sido y seguirán siendo utilizados, puede perfectamente adaptarse a los nuevos tiempos. Es por ello que el debate sobre la reforma a la Constitución es nada más que música en el campo político. Es una buena vaca a disposición de la clase política dispuesta a ser ordeñada de acuerdo a las conveniencias del momento. Por lo mismo la pregunta que debemos hacernos es ¿Qué importa de qué color es el gato mientras cace ratones?. 

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