Artículos de Opinión

Scalia: el juez de la Constitución “muerta”.

El peligro mayor en nuestras sociedades ya no está en el juez legalistal, sino más bien en el juez entusiasta y animoso que desea hacer justicia más allá de los mandatos legales o incluso contra la letra de dichas normas.

A la edad de 79 años, de manera imprevista, al parecer de un ataque al corazón mientras dormía, murió uno de los nueves jueces que conforman la Corte Suprema de los Estados Unidos de América, Antonin Scalia. Ha sido el magistrado que más tiempo ha desempeñado ese cargo en toda la historia del alto tribunal: treinta años (1986-2016). Su deceso el día 13 de febrero de 2016 causó hondo impacto tanto por la singularidad de su personalidad y talento como por la cuestión del nombramiento de su sucesor durante el actual proceso de elecciones presidenciales.

Tuvimos la oportunidad de conocerlo y escucharle en la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes, a la que visitó en marzo del 2015. Este tipo de conferencias y conversaciones de jueces del Supremo Tribunal con estudiantes y abogados es bastante común en los Estados Unidos. Scalia no tenía mayor problema en aceptarlas para exponer su visión sobre diversos temas. Pero uno en especial era su preferido y que podría resumirse en una frase a la vez provocativa y desafiante que solía repetir: “the Constitution is dead”. La traducción literal al español: “La Constitución está muerta”, no logra captar su significado original. Se la entiende mejor cuando se aclara que en realidad es una especie de antítesis de otra divisa: “The living Constitution”, la Constitución viviente, enarbolada por una corriente que postula la necesidad de hacer “interpretación evolutiva” de las normas constitucionales. Según ella, la Constitución, como todo ser vivo, va cambiando y debe ser leída a la luz de los nuevos tiempos. Scalia repetía una y otra vez, que no es así, que la Constitución no es un organismo vivo y mutable, sino un documento que contiene reglas compuestas de palabras con un sentido que no puede ir variando conforme pasan los años o cambian las percepciones sociales sobre la moralidad de las conductas. La Constitución no está viva, sino muerta, en el sentido de que debe ser aplicada conforme a lo que significaban sus textos a la hora en que fueron aprobados. En ocasiones, retóricamente lo repetía: “is dead, dead, dead”, aunque en otras señalaba que prefería la expresión de una Constitución “enduring”, que podría traducirse como una Constitución duradera o estable.

El juez contribuyó así a la corriente de interpretación constitucional que suele denominarse “originalismo”, porque en su opinión los tribunales, y sobre todo la Suprema Corte, están obligados a aplicar las normas constitucionales según su sentido “original”, es decir, el que se le atribuía en los tiempos en los que fueron aprobadas, coincida esto o no con las preferencias personales de los que juzgan o de los valores que ellos piensan predominan en la sociedad al momento en que deciden. Así, por ejemplo, con independencia de su opinión sobre la moralidad de la pena de muerte, Scalia no tenía dudas sobre su constitucionalidad ya que cuando se aprobó la octava enmienda de la Constitución (1791) que prohíbe las penas “crueles o inusuales”, todos entendían que la pena de muerte no estaba incluida puesto que se castigaban con ella delitos que ahora nos parecen menores, como el robo de caballos. Si no estaba incluida antes, tampoco lo puede estar ahora. Muchos dirán que la sociedad ha evolucionado y ahora hay una mayor conciencia de la intangibilidad de la vida humana, y que matar a alguien, por grande que sea el crimen cometido, no cumple con los criterios de moralidad mínima de una sociedad fundada sobre los derechos humanos como la actual. Muy bien, dice Scalia, si es así que sea el pueblo a través de sus representantes elegidos democráticamente los que cambien la Constitución o las leyes y declaren la abolición de la pena de muerte, pero no hay razón para que si ellos no lo hacen lo deban hacer 9 jueces, que no han sido elegidos democráticamente y que no tienen legitimidad para modificar la Constitución ni las leyes federales o estatales.

No es que Scalia no tome conciencia de que su originalismo, que va de la mano de una versión literalista de la interpretación legal (textualismo), no tenga dificultades y limitaciones. Ante un texto ambiguo o demasiado abierto no siempre puede conocerse el sentido original de la norma, que no es el que se desprende de las actas de las discusiones legislativas, sino el significado que la sociedad le dio en ese momento y siguió dándole después. Por eso Scalia advierte que si no se puede deducir el significado literal del texto hay que recurrir a la tradición. Pero escudriñar esto no siempre es sencillo y los jueces no tienen ni el tiempo ni la competencia para una tarea que es propia de historiadores. Así y todo piensa que el originalismo resulta preferible a la interpretación evolutiva, porque este método: el de la “Constitución viviente” conlleva males peores. Y esto porque, señala Scalia, favorece esa arraigada tendencia que existe en todo juez y que consiste en identificar la mejor solución del caso con aquello que a él le parece lo más correcto desde sus propios valores éticos, religiosos o sociales. Esto no es legítimo, porque significa no aplicar la norma de la ley, sino la norma que al juez le gustaría que fuera ley. Por eso, un juez debe desconfiar de que esté haciendo lo correcto si queda siempre satisfecho con la decisión que adopta. Por el contrario, un juez, según Scalia, no se sienta en su estrado para decidir quien “debe ganar”, sino para decidir “quien gana bajo la ley que el pueblo ha adoptado”. Solía añadir con la amargura de lo experimentado personalmente, que si se intenta ser un buen juez con frecuencia sucederá que el resultado al que se llega no es aquel que a uno le hubiera gustado llegar.

Tratando de ser coherente con esta posición, Scalia llega a adherir a muchos postulados que son propios del positivismo legal. En una conferencia con motivo de los 800 años de la orden dominica sostuvo, con su habitual franqueza, que Santo Tomás de Aquino (dominico insigne) se equivocó al sostener que el juez puede apartarse del texto de la ley cuando éste sea injusto, es decir, cuando contradice la ley natural. En opinion de Scalia, si un juez piensa que al aplicar una ley cometerá una injusticia o un acto inmoral, lo que debe hacer es renunciar a su cargo, y dedicarse a la política para convencer a la mayoría del pueblo de que dicha ley injusta debe ser eliminada del sistema legal.

Quizás algunas de sus posiciones puedan parecernos exageradas o extremistas, pero lo cierto es que Scalia parece haber detectado tempranamente la estrategia de ciertas corrientes ideológicas de imponer valores que no son compartidos por la ciudadanía por medio de hacerlos predominar en una elite intelectual: la de los profesores de Derecho y la de los jueces. Una vez convencidos estos nuevos “iluminados” de que dichos valores deben prevalecer, entonces los impondrán por medio de sus sentencias, las que, a su vez, terminarán moldeando la opinión pública porque son percibidas como los nuevos “oráculos” de unas mentes privilegidas que pueden orientar con su clarivencia al pueblo.

El peligro mayor en nuestras sociedades ya no está en el juez legalista, apegado estrictamente a lo que dispone la norma constitucional o legal, sino más bien en el juez entusiasta y animoso que desea hacer justicia (lo que él entiende por ella) más allá de los mandatos legales o incluso contra la letra de dichas normas. Debemos conceder que esto es así incluso en nuestro país, donde por ejemplo la Corte Suprema interpreta la Constitución para arrogarse jurisdicción universal y ordenar a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que adopte medidas en favor de un preso político del régimen venezolano. Pero también es así en ciertas Cortes Internacionales, en especial en la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la que ha reiteradamente señalado que el Pacto de San José de Costa Rica debe interpretarse evolutivamente, y gracias a ello ha podido cambiar el sentido claro de las palabras del texto del tratado, como, por ejemplo, que cuando dicho documento establece que se respetará la vida “desde la concepción” (art. 4.1) debe entenderse "desde la implantación del óvulo fecundado en el útero materno" (caso Artavia Murillo y otros, Fecundación in vitro, contra Costa Rica).

La “interpretación evolutiva” permite a los jueces imporner ilegítimamente sus propias preferencias morales por sobre lo que el legislador nacional o internacional realmente dispuso. Lo que en el caso de la Corte Internacional es aún más grave si se adhiere a la teoría del “control de convencionalidad” según la cual los jueces internos de cada país debieran preferir las normas del Pacto por sobre las de la legislación local (incluida la constitucional), y por cierto no según su propia interpretación sino según la que ha fijado la Corte.

La doctrina de Scalia debe ser recordada y profundizada si queremos preservar un Estado democrático de Derecho, donde los jueces acatan lo que el pueblo ha decidido soberanamente a través de las instituciones previstas para legislar y decidir las políticas públicas. De lo contrario, podrá aplicarse lo que el desaparecido juez de la Corte Suprema de Estados Unidos dejó consignado en una de sus últimas disidencias, las de la sentencia del caso Overgefell vs. Hodges de 26 de junio de 2015 (Véase relacionado) que consideró inconstitucionales todas las leyes estatales que exigen que el matrimonio se celebre entre un hombre y una mujer: “un sistema de gobierno que hace que el pueblo se subordine a un comité de nueve abogados no elegidos –escribió Scalia– no merece ser llamado democracia” (Santiago, 3 marzo 2016)

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