Si analizamos las principales ramas del Derecho, notamos que la mayoría cuenta con un cuerpo normativo base, complementado por normas específicas o de menor jerarquía. Desde el antiguo Código Civil hasta los Códigos de Comercio, Penal, Tributario e incluso los relativos a procedimientos judiciales, cada uno establece un marco claro para su aplicación. Sin embargo, existe una notable excepción: el Derecho Administrativo.
Cuando algo funciona bien, solemos escuchar la frase: \»si funciona, no lo toques\». Pero esta lógica parece ajena a la normativa que regula a los funcionarios públicos. En la práctica diaria, los vacíos, confusiones y ambigüedades entorpecen su aplicación, obligando a la intervención de otras autoridades para resolver situaciones cotidianas. Esto no solo genera retrasos absurdos en los tiempos de solución, sino que también puede derivar en resoluciones contradictorias o carentes de sentido. Si fuéramos sinceros, las razones para no reorganizar y codificar estas normas serían excusas como: \»ya no se puede\», \»es muy complicado\», \»no hay acuerdos\» o \»hay temas más importantes\».
Pero esta falta de acción se ha vuelto insostenible. Hoy en día, la Contraloría y los tribunales deben lidiar con conflictos e interpretaciones derivados de una normativa administrativa defectuosa. En un estado de derecho, resulta inaceptable que la regulación de un sector tan amplio de la población dependa, en gran medida, de la jurisprudencia judicial y administrativa.
Pero ¿fueron estas entidades creadas para legislar? Un caso reciente ilustra este problema: el principio de confianza legítima. Aunque no es el único ni el primero, refleja una realidad evidente. Jueces, contralores, académicos y funcionarios pueden tener distintas posturas, pero hay un hecho que no se puede ignorar: la certeza jurídica es precisamente lo que más falta en el Derecho Administrativo. Y hasta ahora, ni un gobierno ni Congreso han asumido el desafío de resolver este problema estructural.
Carlos Muñoz Lecerf Abogado
Contador y docente