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A propósito del caso español la Manada, publican «Intimidación: miedo y derecho».

Hay que cambiar las mentalidades, pero también hay que cambiar el marco normativo para que la violencia machista tenga una sustantividad propia y unos especialistas propios y debidamente formados para conocerla.

30 de abril de 2018

En una publicación del medio electrónico español Confilegal se da a conocer el artículo “Intimidación: miedo y derecho”. Se sostiene que mucho se está escribiendo, leyendo y comentando estos días sobre el concepto de intimidación.
El autor fija los términos del debate acerca de la sentencia de “La Manada”, no en el “yo sí te creo”, que comenta ha quedado absolutamente claro con la lectura de los hechos probados de la sentencia: dos de los tres Magistrados sí creen a la víctima, y conforman mayoría suficiente para dictar el fallo pese al parecer discrepante de un tercero.
La cuestión queda centrada, continúa, de ese prolijo y angustioso relato: concluyen que existe la intimidación necesaria para que el hecho merezca la más grave de las calificaciones posibles entre los delitos contra la libertad sexual, llámese violación o no.
Antes de profundizar en este punto define intimidar que es, según el Diccionario de la Real Academia “causar o infundir miedo, inhibir”. Por tanto, afirma, lo que sucedió en aquel portal de Pamplona es gramaticalmente intimidación sin ningún género de dudas.
Plantea que habría que ver, entonces, si el Derecho nos ofrece alguna definición de “intimidación” que matice o corrija, a los meros efectos jurídicos, tal concepto. No hay, dice, ni un solo precepto del Código Penal que defina el término, como tampoco define todas y cada una de las palabras que emplea. No olvidemos que un Código es, según su etimología un “conjunto de reglas o preceptos” y no un tratado ni una enciclopedia, afirma.
Si el Código no da una definición “auténtica”, habrá que acudir, sostiene, a las reglas de interpretación que, según el Código Civil, de aplicación subsidiaria, tendrán que hacerse, en primer lugar, por el tenor literal de sus términos. Así que podría entenderse tal sin ningún problema. Pero el Derecho es más complejo, y nos obliga a acudir a la jurisprudencia para aplicar esas cuestiones que son susceptibles de matiz.
La jurisprudencia en torno al concepto de “intimidación” es numerosa desde antiguo, y no solo para este delito.
Sin embargo, no hay que olvidar señala, a diferencia de las leyes, que son estáticas y requieren que las deroguen otras posteriores aprobadas y publicadas en el BOE, la jurisprudencia es dinámica.
Luego, el autor afirma que si hablamos de “intimidación” no es necesario centrarse en el uso de la misma para cualificar los delitos contra la libertad sexual.
También la intimidación, explica, convierte el mero hurto en robo, y aquí se pueden encontrar unas comparaciones cuanto menos interesantes.
A nadie se le ocurriría dudar hoy, agrega, de que dar un tirón del bolso a una mujer que camina por la calle es violencia, sin necesidad de exigirle que se aferre a él como si no hubiera un mañana y se deje arrastrar varios metros por la calzada.
Tampoco se duda que si alguien entrega su teléfono móvil bajo la amenaza de rajarle si no lo hace habrá intimidación, aunque no haya dicho expresamente que el móvil es suyo y no tiene ninguna intención de cederlo y sin tener que probar hasta qué punto estaba su ánimo constreñido.
En cambio, cuando se trata de un bien mucho más precioso que el patrimonio, la libertad sexual, parece que empiezan los matices y las zonas oscuras. Y esto es algo a plantearse.
Si nadie, advierte, reclama una reforma del Código Penal para explicar que en estos casos hay violencia –en el primero- e intimidación –en el segundo-, no debería existir problema cuando el bien jurídico es la libertad e indemnidad sexual. Pero ocurre.
Los delitos contra la libertad sexual, añade, sólo son perseguirles si la víctima denuncia. Que no es otra cosa que la idea que aún arrastramos de que la libertad sexual es un bien jurídico privado, y que su persecución depende únicamente de la víctima. Hay que recordar que los delitos contra la libertad sexual son todavía perseguibles únicamente a instancia de parte.
Lo que quiere decir, explica, que si cualquiera de nosotros presenciamos una violación salvaje en mitad de la calle, de nada servirá que denunciemos y la relatemos con todo lujo de detalles si la víctima no se decide a denunciarla.
Y eso hace pensar que el interés del Estado es ajeno a que se vulnere un bien tan precioso como la libertad e indemnidad sexual.
Da para una larga reflexión, comenta el autor, que un delito contra el patrimonio sea perseguible de oficio y éste no lo sea. Y no se puede concluir otra cosa que el hecho de que el Estado aún no ha superado esa fase en que este tipo de acciones se debían quedar de puertas para adentro, como si la libertad sexual fuera un bien jurídico menor.
Ya sé, dice, que se argüirá a esto que la víctima puede elegir entre someterse a un doloroso proceso en que será cuestionada y revictimizada o no hacerlo. Y creo que ahí está preecisamente el quid de la cuestión. En que ya es hora de que ese via crucis no tenga que existir para una víctima de violación como no existe en la misma medida para una víctima de robo.
Y por ahí, asegura, es por donde deberían encaminarse las reformas futuras.

Abuso y violación

Otro tema íntimamente relacionado, detalla el autor, es el relativo a la terminología. Se ha repetido por las calles y por los platós lo de “no es abuso, es violación”. Una frase que, a priori, comparte.
Pero, cree, que requiere darle más de una vuelta. El término “violación”, que cualquiera entiende en su sentido gramatical, era el tradicionalmente utilizado en la legislación española para describir este tipo de conductas, por contraposición a lo que, en su día, se llamaron abusos deshonestos, equiparados en su caso a la violación o al estupro.
Fue el nuevo Código Penal del 95 el que cambió el sistema, desterrando el término “violación” y diferenciado entre “abuso sexual” o “agresión sexual” en virtud de la existencia o no de violencia o intimidación.
Un sistema que no acabó de cuajar por lo que, en una posterior reforma, rescató el término “violación” para meterlo con calzador con una coletilla, al decir “será castigado, como reo de violación” en referencia al que cometiera la agresión sexual con penetración.
No obstante, darle o no ese nombre no tendría por qué tener incidencia en la consecuencia penológica, siempre que la agresión sexual con penetración fuera la más grave de estas conductas.
No siempre el término jurídico coincide con el gramatical, como ocurría en su día con el parricidio, que no era matar al padre sino a cualquier pariente, o con el infanticidio, que no consistía en matar a un niño sino en hacerlo a un recién nacido para ocultar su deshonra. Pero sí que sería, afirma, conveniente llamar a las cosas por su nombre.

Una violación es una violación

Así, plantea el autor, una violación es una violación, igual que un robo es un robo y no “un desapoderamiento patrimonial violento o intimidante”. Y tal vez si en Derecho llamáramos a las cosas por su nombre nos haríamos comprender mejor.
Otro ejemplo, prosigue, entre el divorcio entre la terminología común y la jurídica es el relativo a la violencia machista y la de género.
Ya se habló mucho de ello, pero mientras las leyes no se cambien –y aquí si veo preciso un cambio- la violencia de género seguirá limitada al ámbito de la pareja y hechos como el que nos ocupa no lo serán, indica.
Porque, recuerda, aunque se anunció a bombo y platillo a raíz del asunto de Diana Quer que cosas así se considerarían violencia  machista, no ha habido cambio alguno, más allá de modificar un cómputo estadístico.
Y, precisamente, cree que aquí está el meollo del asunto y la reforma necesaria, mucho más que en un posible “tuneo” del Código Penal.
Hay que cambiar las mentalidades, arguye, pero también hay que cambiar el marco normativo para que la violencia machista tenga una sustantividad propia y unos especialistas propios y debidamente formados para conocerla.
Es difícil, agrega, hacer entender a la cuidadanía que se requiera especialización para decidir sobre un despido o sobre un concurso de acreedores y que no se pida para conocer estos casos ni para juzgarlos. Eso que llamamos prespectiva de género y que todavía hay a quien le parece una extravagancia.
Si algo ha faltado a esta sentencia, comenta, y a muchas otras es esa perspectiva de género. Y si falta, es, precisamente, porque nadie ha planteado que quienes juzgan estas acciones deban tener formación y especialización en la misma. Precisamente porque esa perspectiva de género falta, echo de menos alguna reflexión donde se cuestione la no aplicación de la agravante de género en esta conducta.
Se pregunta también ¿O acaso a esta mujer no la atacaron esos cinco varones por el hecho de serlo?
De poco sirve llenarse la boca diciendo que se ha introducido esa agravante para que en supuestos como éste ni siquiera se observe la posibilidad de aplicarla, concluye.

 

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