Artículos de Opinión

De “afectos constitucionales”: a propósito del debate Letelier-Correa.

Creo que el problema de afectos nos atañe a todos, y he ahí la razón por la cual quiero cambiar esta Constitución: sencillamente, nunca la amé. Por eso, por más que me entregue “a cuentagotas” (entiéndase, estas últimas sentencias sobre el sistema electoral y la ley de inclusión), quiero cambiarla por otra.

El reciente debate entre Raúl Letelier y Jorge Correa en las páginas virtuales de DiarioConstitucional.cl ha despertado un interés justo en momentos en que el Tribunal Constitucional, producto de votaciones divididas y decididas incluso con voto dirimente, ha declarado como conforme a la Constitución de 1980 ciertas reformas sociales propuestas por el actual gobierno.

En un inicio, el debate suponía ser sobre el carácter de los derechos fundamentales, si acaso como meros límites al poder político, o (también) como mandatos de optimización dirigidos principalmente a los poderes públicos. Sin embargo, a través de la contestación, réplica y dúplica, creo que se fue diluyendo, por los problemas propios de un debate en que uno intenta reconstruir la mejor versión del argumento contrario. En este breve comentario, quiero sumar una nueva arista al debate (pues las aristas están de moda), e intentar develar el problema constitucional que subyace al debate Letelier-Correa.

Voy a comenzar diciendo algo que parece poco explorado en la actual doctrina constitucional chilena: los problemas de afectos (1) que tenemos con esta Constitución, que comenzó con la firma de un dictador después de un plebiscito ilegítimo, y que después motivó acuerdos entre dos coaliciones que se hicieron a espaldas del pueblo, han causado estragos en nuestra doctrina constitucional, entendida esta última como la labor de reconstrucción racional de un sistema constitucional a cargo de jueces, profesores y, en general, abogados de la plaza (Balkin 2011, p 181). En efecto, el gran problema es, ante todo, una cuestión de afectos, y del que emergen una serie de problemas derivados, como el que subyace, creo yo, en el centro de la discusión Letelier-Correa: la incapacidad de concebir al lenguaje constitucional como un lenguaje no meramente jurídico, que nos lleva a entender que la única manera de solucionar conflictos sobre la interpretación constitucional es recurriendo a una “última palabra” autorizada que zanje, ya sea a través de un análisis deductivo o un poco más complejo, un desacuerdo sobre la interpretación de un determinado texto. Stanford Levinson, un académico que nos puede ayudar en la actual discusión, acuñó el término “catolicismo constitucional”, para referirse a dos dimensiones: primero, a aquellos que creen que los conflictos constitucionales se pueden solucionar con “los dos textos en mano” (el de la ley en una, el de la constitución en otra); y, segundo, para aquellos que creen que estos conflictos deben solucionarse recurriendo a una sola y centralizada fuente de autoridad. Creo que parte del problema que aqueja al debate Letelier-Correa es justamente ese, pues en las diferentes columnas la constitución parece consistir en un mero texto, desconectado de los modos en que el legislador y los movimientos sociales y políticos contribuyen a configurar el horizonte de lo políticamente imaginable, modificando nuestra comprensión de lo que “actualmente significa una Constitución”.

Por el contrario, quiero creer (pues creo que, ante todo, el dominio de “lo político” es un acto de fe e imaginación) en una suerte de “protestantismo constitucional”, uno que asume, con ayuda de Lutero y Locke, que cada uno de nosotros, ya sea individual o colectivamente, tenemos igual capacidad de aportar en la construcción del significado de eso que “está actualmente ahí” en una constitución, haciendo uso de nuestra historia, compromisos, promesas o de nuestro deseo de apropiarnos de algo más que del texto. Es evidente que hay algunos individuos mejor situados que otros, en el sentido de la influencia que pueden tener sobre la interpretación constitucional, pero nada de ello obsta al modo en que el público (u opinión pública) van modificando el horizonte de transformación política que puede estar contenido en una constitución (quizás, como parece creer Balkin, en un tono ecuménico, el “catolicismo constitucional” debiera estar íntimamente conectado con el “protestantismo constitucional”).

La falta de afecto que muchos tenemos hacia la Constitución chilena (incluido, creo yo, el propio Correa, para mi el ministro más “profesional” que ha tenido el Tribunal Constitucional chileno) ha generado en la doctrina constitucional un desprecio tal por el “constitucionalismo popular”, que se hace casi imposible comprender el aporte que, por ejemplo, han realizado los movimientos estudiantiles a la interpretación sobre el derecho a la educación y su relación con la libertad de enseñanza. O, para dar otro ejemplo, la falta de afecto con las reglas constitucionales del proceso político, que ha ayudado en la poca dignidad que parece tener la ley en nuestros manuales o textos de estudio. En efecto, conozco a pocos constitucionalistas versados en “Derecho Parlamentario”, que sean capaces de colaborar en una comprensión que permita rescatar la “dignidad” del trabajo legislativo. También podemos nombrar a varios de los constitucionalistas pro-Concertación que eran indiferentes al daño que generaba el sostener de manera unilateral que cierto ámbito de competencia quedaba entregado a las reglas de quórum de una ley orgánica constitucional. O, en último término, la incapacidad que hemos tenido de defender la “interpretación legislativa de la Constitución”. Creo que estos ejemplos grafican el problema que quiero develar: como le tenemos poco cariño a esta Constitución, la constitución que sigue siendo “la de Pinochet”, somos incapaces de apropiarnos (o re-apropiarnos) de su texto, incapaces de actuarlo, de interpretarlo dramatúrgicamente, de hacernos responsables por lo que hemos hecho y lo que hacemos con su texto. Incapaces, en otras palabras, de abrir la constitución a todos sus legítimos intérpretes.  Como diría Raymond Carver, “para escribir poesía, primero hay que amarla”.

Bajo una suerte de “protestantismo constitucional y popular”, hay parlamentos y tribunales constitucionales, pero además hay movimientos sociales y partidos políticos, pueblos indígenas y sindicatos (le damos cuerpo a eso que la teoría política moderna debió imaginar). Bajo este prisma, el debate Letelier-Correa puede comprenderse de manera distinta: en efecto, asumiendo que el lenguaje constitucional exige un análisis abierto a distintas consideraciones e intérpretes, los derechos fundamentales son tanto límites como normas programáticas, son justiciables pero también se “ajustician”, limitan pero también canalizan, constriñen tanto como orientan. Las Constituciones, como tímidamente sostiene Letelier en su primera columna, son, antes que un texto, un “programa constitucional” o, en palabras, de Jack Balkin, “una trayectoria antes que un texto” (p. 2).  Así, el lenguaje constitucional aspira a algo más que lo que hace un tribunal que debe calificar deónticamente la conducta de un legislador (permitida, prohibida y obligatoria de acuerdo a la constitución). En el fondo, aspira a reconstruir nuestra trayectoria, seleccionado del pasado aquello de lo que nos sentimos orgullosos (por ejemplo, haber sacado al dictador de manera democrática) y borrar aquello de lo que nos sentimos avergonzados (por ejemplo, el antiguo artículo octavo sobre “doctrinas inconstitucionales”), articulándola en el presente, y proyectándola hacia el futuro. Es evidente que un programa constitucional, cargado de los “principales bienes o intereses sociales que los poderes públicos deben implementar”, en manos de juristas adherentes al “catolicismo constitucional”, generará las objeciones obvias que ya todos conocemos. Por otra parte, el minimalismo constitucional, tan en boga nuestros tiempos, desprovisto del pueblo y de un relato, queda como una pura estructura de gobierno, como un puro arreglo institucional, olvidando que para dotar de agencia colectiva a la ciudadanía se requiere algo más que simples reglas de coordinación. Quizás haya más de Letelier que de Correa en este comentario, pero creo que el problema de afectos nos atañe a todos, y he ahí la razón por la cual quiero cambiar esta Constitución: sencillamente, nunca la amé. Por eso, por más que me entregue “a cuentagotas” (entiéndase, estas últimas sentencias sobre el sistema electoral y la ley de inclusión), quiero cambiarla por otra (Santiago, 13 abril 2015)

 

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(1) La idea de “afectos” constitucionales la escuché por primera vez al profesor Arturo Fermandois, en un seminario sobre los programas constitucionales de las candidaturas presidenciales para la elección del año 2010. En esa ocasión, dijo que el problema de la izquierda era un problema de “afectos constitucionales”.

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