Artículos de Opinión

La vinculación de los jueces a la ley.

La nueva Constitución debe asegurar que los jueces estén sometidos únicamente a la ley y, con tal objeto, debe garantizar su independencia. Para lograr la efectiva vinculación de los jueces a la ley, la Constitución debe ser cuidadosa en la forma en que autoriza a los jueces a resolver aplicando directamente el derecho internacional y la propia Constitución.

La administración de justicia no está entre las principales preocupaciones de la opinión pública en relación con la nueva Constitución. Pero las constituciones siempre se han ocupado de ella y no es concebible que esta no lo haga. Y si bien no estamos sometidos regularmente al poder de un juez, cuando llegamos a estarlo, ningún poder estatal se le compara en su capacidad para afectar nuestras vidas, positiva o negativamente. Un juez nos puede enviar a la cárcel; puede ordenar el remate de nuestros bienes; puede anular una orden de demolición que pesa sobre nuestra vivienda.

La actual Constitución tiene una regulación relativamente densa de la judicatura, en buena parte concentrada en el capítulo VI, dedicado al Poder Judicial, aunque disposiciones particulares en otros capítulos también inciden en ella. Hoy resulta urgente evaluar esta regulación y preguntarse si ella debiera modificarse y, en caso afirmativo, en qué sentido.

Existe consenso en torno a la idea de que la administración de justicia debe ser independiente: la principal función de la Constitución sería precisamente garantizar esa independencia. Pero cuando se pregunta el modo concreto de hacerlo, empiezan a surgir las dudas. ¿Requiere la independencia, como en ocasiones ha demandado la Corte Suprema, autonomía financiera para el poder judicial? ¿Es compatible la independencia con la superintendencia de la Corte Suprema sobre todos los tribunales de la nación (Constitución, artículo 82)? La intervención de las cortes de apelaciones, Corte Suprema, Presidente de la República y Senado en el nombramiento de los jueces, ¿contribuye a la independencia de los jueces?

Estas son preguntas importantes y difíciles, y

sus respuestas no son evidentes. Para intentar responderlas, es necesario examinar con alguna detención la idea de independencia. Decimos que el poder judicial o que los jueces deben ser independientes, ¿pero por qué? ¿para qué? En estas páginas abordaré estas preguntas. En otro lugar examinaré sus consecuencias para la independencia judicial.

Un objetivo principal de toda constitución es someter el gobierno y la administración del Estado a derecho. La posibilidad de impugnar sus acciones en tribunales es el principal mecanismo para lograr dicho objetivo. La judicatura cumple así una función principal en la garantía del Estado de derecho.

Es evidente que dicho mecanismo resultaría ineficaz si las autoridades de gobierno y administrativas pudieran influir en las decisiones de los jueces. La independencia judicial persigue, precisamente, eliminar esta influencia. Esto se logra no tanto atacando la motivación de quien busca influir —las instituciones poco pueden hacer allí—, sino poniendo al juez en una posición que le haga más fácil resistir las presiones que inevitablemente podrían ejercerse sobre él. Liberado de tales presiones, el juez es libre para resolver conforme a derecho. En este sentido, la independencia judicial no es más que un instrumento al servicio de la vinculación a derecho. Así lo han recordado recientemente tanto Fernando Atria como Carlos Peña en el seminario Judicatura y Nueva Constitución. Se debe insistir en esto: la

independencia judicial no tiene como propósito permitir al juez decidir conforme a sus particulares convicciones o preferencias, morales políticas u otras, sino facilitarle resolver conforme a derecho. Esto debiera ser evidente: en un estado de derecho ninguna autoridad, ni legislativa, ni ejecutiva, ni judicial, tiene derecho a usar su cargo para imponer sus convicciones personales. Recordar esto es particularmente importante en el caso de los jueces, pues las mismas condiciones necesarias para darle libertad para resolver conforme a derecho, generan ocasión para el abuso. La dignidad y dificultad del oficio judicial residen en dejar a un lado la propia subjetividad y resolver aplicando exclusivamente el derecho vigente.

En este sentido, se advierte una deficiencia en la actual Constitución. Ciertamente los tribunales son destinatarios del mandato general de sometimiento a derecho de su artículo sexto. Pero dado el lugar que los jueces ocupan en la garantía del Estado de derecho, como el carácter instrumental de su independencia al servicio de dicha garantía, es deseable incorporar una regla explícita semejante a la que se encuentra en el artículo 97.1 de la Ley Fundamental de Alemania: «Los jueces son independientes y están sometidos únicamente a la ley» (en el mismo sentido, el artículo 117.1 de la Constitución españolaartículos 228 y 230 de la Constitución colombiana).

Reconocer que la independencia judicial solo adquiere su sentido como vinculación a derecho vigente es solo el punto de partida. La vinculación a derecho es una condición compleja. Esta complejidad se manifiesta en lo siguiente: es frecuente que dos personas

conocedoras del derecho vigente discrepen, de buena fe, sobre lo que dicho derecho establece para un caso particular. Esta discrepancia es tan inherente al derecho, que a partir de ella suele colegirse que el derecho es incapaz de constreñir las decisiones: quien dice resolver conforme a derecho simplemente decide lo que quiere, para luego ocultar sus preferencias bajo un manto de argumentos jurídicos. No es este el lugar apropiado para discutir esta opinión extrema. Basta consignar que si ella fuera cierta, toda la idea de un poder político sometido a derecho estaría fundada en una ilusión. En el mejor de los casos, ella solo significaría que el poder político estaría sometido a las preferencias de los jueces: la forma de gobierno sería una aristocracia o plutocracia encubierta (dependiendo de si los jueces son o no «los mejores»).

Lo cierto es que esta posición exagera las cosas. El consenso es tan consustancial al derecho como la discrepancia. Y aunque no absolutamente, el derecho sin duda alguna constriñe. Ahora bien, la forma y grado en que el derecho ofrece previsibilidad y seguridad no es siempre el mismo. Depende de ciertas condiciones que pueden agruparse en tres categorías: (a) fuentes del derecho; (b) prácticas de argumentación jurídica de la comunidad, y (c) instituciones estabilizadoras de la jurisprudencia. Es importante detenerse en cada una de estas categorías y preguntarse de qué manera la Constitución puede contribuir a que el derecho y su aplicación sean más previsibles. Luego, se harán algunas reflexiones relativas al control de constitucionalidad de las leyes.

(a) Las fuentes del derecho

El citado artículo 97.1 de la Ley Fundamental de Alemania es paradigmático del principio fundamental relativo a las fuentes del derecho en los Estados contemporáneos: el derecho se encuentra en las leyes. Por cierto, no todas las leyes producen la misma seguridad. Leyes mal redactadas, con vacíos, inconsistencias y contradicciones, generan más incertidumbre que leyes sistemáticas y correctamente redactadas. Pero probablemente no sea mucho lo que la Constitución pueda hacer para mejorar la calidad de la legislación. Hay sin embargo algo que la Constitución sí puede hacer. En las últimas décadas, se ha querido vincular a los jueces no solo a las leyes, sino también a la propia Constitución y al derecho internacional. En otras palabras, las fuentes del derecho se han ampliado. Esta ampliación ha perjudicado significativamente la previsibilidad del derecho y ha disminuido la vinculación de los jueces al derecho. En otro lugar he explicado como la Constitución puede mantener un compromiso con el derecho internacional sin perjudicar la seguridad del derecho. Aquí diré una palabra sobre la Constitución.

Es necesario distinguir dos tipos de casos judiciales en que la Constitución podría ser aplicada. Por otra parte, están aquellos casos en que se discute la constitucionalidad de la ley. Estos no pueden resolverse sin aplicar la Constitución. Ellos configuran una categoría especial a la que me referiré más abajo. Ahora quiero referirme a todos los otros casos, que son la mayor parte de los casos que llegan a los tribunales. Estos casos pueden resolverse aplicando las leyes, sin necesidad de recurrir a la Constitución. Pero que puedan resolverse sin recurrir a la Constitución no significa que así debe hacerse. Esa es la pregunta que aquí interesa: la Constitución, ¿debe formar parte del derecho que aplican los tribunales en casos ordinarios? Hay buenas razones para dar una respuesta negativa a esta pregunta.

La pregunta se plantea, esencialmente, en relación con los derechos constitucionales. Los términos inevitablemente generales en que están formulados tienen dos consecuencias. Por una parte, su alcance potencial es amplísimo. Considérese, por ejemplo, el derecho a la vida privada. Su alcance puede proyectarse a ámbitos tales como nuestra información bancaria, la navegación en Internet, nuestra imagen, etc. En segundo lugar, qué es lo que ellos exigen en el caso concreto suele ser discutible: ¿es lícito por ejemplo que un proveedor de Internet revele la identidad uno de sus suscriptores a solicitud de la policía? En otras palabras, los derechos constitucionales tienen el potencial de introducir un alto grado de indeterminación en un ámbito muy vasto del derecho.

La Constitución no puede reducir significativamente la indeterminación de los derechos. Es cierto que ella puede determinar algún alcance concreto de los derechos. Hay múltiples ejemplos de ello. Así, a partir del reconocimiento de las libertades de emitir opinión y de informar, la Constitución proscribe la censura previa (artículo 19 Nº 12); y del derecho a la vida privada (artículo 19 Nº 4) deriva la inviolabilidad de las comunicaciones privadas (artículo 19 Nº 5, dejando sin embargo indeterminado qué deba entenderse por comunicación ‹privada›). Pero estas determinaciones concretas de los derechos no agotan el sentido de los derechos, que se mantiene indeterminado. La Constitución no puede, sin dejar de ser lo que se espera de una constitución,  renunciar a reconocer los derechos en su generalidad; no puede reducirse a un catálogo de reglas precisas de conducta.

Ahora bien, aunque la Constitución no puede reducir significativamente la indeterminación de los derechos, sí la puede localizar allí donde no erosione el Estado de derecho. Ese lugar es el legislador. Que la ley no tenga predeterminado su contenido en la Constitución no solo no es un problema, sino que es lo que corresponde a un régimen democrático. En efecto, el papel de ley no se reduce a declarar un contenido normativo prefigurado en la Constitución, sino que determina lo que es debido dentro del amplio marco que ella delimita. Para lograr esta localización virtuosa, la Constitución debe evitar vincular de los jueces directamente a los derechos constitucionales como fuente para resolver los casos de que conocen.

Ciertamente esta regla admite excepciones. Hemos visto que la Constitución puede señalar reglas de conducta que se derivan de los derechos constitucionales. Cuando hace esto, el ámbito de indeterminación de la regla queda acotado, de manera que ella puede ser aplicada judicialmente sin necesidad de mayor determinación legislativa. Así ocurre, por ejemplo, con reglas como la siguiente: «Si la autoridad hiciere arrestar o detener a alguna persona, deberá, dentro de las cuarenta y ocho horas siguientes, dar aviso al juez competente, poniendo a su disposición al afectado» (art. 19 Nº 7 letra d, inciso 3º). Y también ocurre con reglas como las que establecen quiénes son chilenos (art. 10) y cómo se pierde la nacionalidad chilena (art. 11), de manera que ningún perjuicio se sigue para el Estado de derecho al permitir a la Corte Suprema aplicar directamente dichas disposiciones cuando alguien reclama desconocimiento o privación inconstitucionales de su nacionalidad chilena (art. 12).

En resumen, se debe evitar erosionar la vinculación del juez a la ley autorizándolo a invocar directamente la Constitución como fuente de la regla de derecho aplicable a todo tipo de asuntos. Dicha autorización debe limitarse a casos puntuales, en que las conductas debidas están razonablemente determinadas en la Constitución. Sólo así se evitará el gobierno de los jueces.

El recurso de protección debe evaluarse a la luz de estas consideraciones. Al permitir que cortes de apelaciones y la Corte Suprema resuelvan conflictos aplicando directamente la Constitución, incluso entre particulares, de manera urgente y con pocas garantías procedimentales, ha tenido un efecto de erosión de la legalidad. Por cierto, el recurso de protección suele evaluarse favorablemente porque permitió someter a revisión judicial la acción de la administración. Esto último debe preservarse en la nueva Constitución, pero asegurando el restablecimiento de la autoridad de la ley.

(b) Prácticas argumentativas

Una regla de derecho no es capaz, por sí sola, de predeterminar todos los casos que puedan ocurrir en el mundo. En teoría del derecho es famosa la siguiente pregunta: si la ley prohíbe el ingreso de vehículos a un parque, ¿se puede ingresar con una bicicleta?

Frente a estas inevitables determinaciones, abogados y jueces recurren a diversas prácticas argumentativas para justificar cuál sea la respuesta correcta a esta pregunta. Estas prácticas son parte de la cultura jurídica: su conocimiento y uso correcto definen a un buen abogado y a un buen juez. Y aunque ellas no pueden hacer desaparecer por completo la indeterminación de las reglas, pueden reducirla significativamente.

Entre nosotros la cultura jurídica se ha erosionado. Su debilidad se advierte en la literatura jurídica, en la práctica forense y en las sentencias de tribunales, plagadas de formas argumentativas inconsistentes entre sí, de manera que no parece haber más límite que el ingenio del intérprete.

Por tratarse de una condición cultural, nada puede hacer la constitución para modificarla directamente. Pero entre los muchos factores que inciden en su empobrecimiento sin duda se encuentra la proliferación de escuelas de derecho que no están sometidas a ninguna exigencia de calidad. La Constitución no parece ser el lugar apropiado para enfrentar este problema. Pero ella no debiera ser un

impedimento para que el legislador pueda someter a las universidades a regulaciones que aseguren la calidad de su docencia, evitando, por otra parte, el riesgo de una sobrerregulación que pueda ahogar su dinamismo.

(c) Estabilización de la jurisprudencia

Por perfectas que sean las leyes y robusta que sea la cultura jurídica, en el derecho habrá siempre un margen de indeterminación. La discrepancia, como se ha dicho, es inherente al derecho. Los tribunales inevitablemente enfrentarán casos en los cuales no resultará claro cuál sea la sentencia que corresponda dictar conforme a derecho. Los jueces deberán inclinarse por una aquella decisión que les parezca respaldada por los mejores argumentos, aun cuando tengan dudas. En esta situación, la sociedad se vería enormemente beneficiada por la uniformidad. Si ni las fuentes del derecho ni las prácticas argumentativas permiten determinar si una conducta está jurídicamente prohibida, mandada o permitidas, debiéramos al menos poder confiar en que los tribunales tratarán los casos futuros de modo análogo a como lo han hecho en el pasado. Así sabremos a qué atenernos. Y si la sociedad estima que la aplicación del derecho por los tribunales es inapropiada, nada le impedirá modificar la ley para constreñir a los jueces a modificar su jurisprudencia.

Puede resultar tentador entonces establecer en la Constitución la obligación de los tribunales inferiores a resolver del modo en que los tribunales superiores han dictado sentencia en el pasado. Esta tentación debe ser resistida. En las culturas jurídicas de influencia inglesa existe tal obligación. Pero ella fue impuesta por la cultura, no por decisión constitucional y legislativa. Y el punto es importante, porque la vinculación a los precedentes, como se la conoce, exige hacer ciertas distinciones que difícilmente pueden introducirse por ley. Si la obligación formal de los precedentes no va de la mano del desarrollo cultural que la hace operativa, es probable que se traduciría en una práctica judicial arbitraria.

No obstante lo señalado, la Constitución sí puede crear instituciones que favorezcan una práctica respetuosa de los precedentes. La clave se encuentra en la Corte Suprema. En la medida en que dicha corte se concentre en resolver consistentemente unos pocos casos que requieran unificar la jurisprudencia, se habrá dado un paso fundamental en la dirección correcta. Pero eso exige modificar sustancialmente la Corte, tanto orgánica, como funcionalmente. Debiera ser una corte pequeña con una integración estable, pues de lo contrario es imposible que su jurisprudencia sea coherente. Su competencia, por otra parte, debiera ser muy limitada y debiera dotársela de la facultad para seleccionar los casos de que conocerá. Esto supone abandonar o precisar el principio de inexcusabilidad en la Constitución (CPol, art. 76 inc. 2). Abandonarlo no es un problema. El principio de inexcusabilidad tiene su lugar en la ley (Código Orgánico de Tribunales, art. 10, inc. 2). La única razón para incluirlo en la Constitución fue asegurar que los tribunales dejaran de declararse incompetentes para conocer de litigios contra la administración. La forma correcta de garantizar esto último no es el principio de inexcusabilidad, sino la garantía de recurso judicial contra las decisiones de la administración. Si se prefiere mantener el principio de inexcusabilidad en la Constitución, será necesario precisar que él sólo rige en primera y única instancia.

(d) Control de constitucionalidad de las leyes

Más arriba se sostuvo que se debe evitar vincular al legislador a la Constitución, salvo respecto de reglas constitucionales razonablemente determinadas. La Constitución, por otra parte, pretende imponerse a todo el sistema normativo. Es particular, pretende imponerse a la ley. Aquí se plantea un problema: si se sospecha que una ley infringe la Constitución, ¿habrá alguna autoridad con competencia para examinar su constitucionalidad? La Constitución ciertamente puede responder negativamente a esta pregunta (así lo hace la Constitución de los Países Bajos en su artículo 120: «El juez no juzgará la constitucionalidad de leyes y tratados»). En tal caso, es el propio legislador el que interpreta la Constitución y determina que leyes puede dictar.

Desde 1925, sin embargo, las constituciones chilenas han confiado alguna competencia a algún tribunal para examinar la constitucionalidad de las leyes. Si la Convención decide mantener la posibilidad de semejante control, debiera optar entre uno de dos sistemas, cada uno con sus vicios y virtudes.

Un sistema, característico de Estados Unidos, permite a cualquier tribunal dejar de aplicar una ley por estimarla inconstitucional. Pero para que este sistema no degenere en un anárquica erosión de la vinculación a la ley, donde cada tribunal decide qué leyes aplica y cuáles

declara inconstitucionales, es necesario contar con una Corte Suprema con capacidad para seleccionar los casos constitucionales de que conoce y con autoridad para imponer su jurisprudencia.

El otro modelo concentra la autoridad para declarar la inconstitucionalidad de las leyes en un único tribunal que carece de competencia para resolver casos ordinarios. Se evita así la relativizar la vinculación del juez a la ley para resolver los casos ordinarios.

Chile tiene un sistema mixto que no puede funcionar bien. Ha concentrado el control de constitucionalidad en un único tribunal, el Tribunal Constitucional. Pero le ha entregado competencia para declarar inaplicables leyes en juicios en curso en tribunales ordinarios. Esto ha generado tensiones entre la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional. Estas tensiones se han visto favorecidas por un diseño incoherente de la justicia constitucional.

La nueva Constitución debe sentar las bases para que la ley sea la genuina manifestación de la voluntad soberana y para que los jueces apliquen la ley. Para ello, debe garantizar la independencia judicial y vincular a los jueces explícitamente a la ley. La vinculación al derecho internacional y a la Constitución deben establecerse cuidadosamente, de manera que no se relativice la vinculación a la ley. Es asimismo necesario que el Estado quede facultado para regular el sistema universitario con el objeto de asegurar un mínimo de calidad en la formación de abogados (aunque probablemente lo mismo vale para otras profesiones). La Constitución debe definir una Corte Suprema compatible con la función de unificación de jurisprudencia. Por último, si se mantiene un control judicial de la constitucionalidad de la ley, debe optarse por uno de los modelos existentes, abandonando el sistema mixto de la Constitución actual.

Solo habiendo resuelto la vinculación de los jueces a la ley, será posible ocuparse de las instituciones constitucionales para garantizar la independencia judicial (Vea artículo). (Santiago, 7 septiembre 2021)

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