Dijimos en la primera parte de este trabajo que en el moderno derecho procesal chileno sí existe una norma que entrega al juez amplias potestades para reglar la interrupción civil producida con la presentación de la demanda, pues como ya dijimos, el artículo 2°, letra d), de la ya mencionada ley 20.866, establece que el juez, de oficio a petición de parte, deberá prevenir, corregir y sancionar, según corresponda, toda acción u omisión que importe un fraude o abuso procesal, contravención de actos propios o cualquiera otra conducta ilícita, dilatoria o de cualquier otro modo contraria a la buena fe. Por aplicación de esta norma, es el propio juez, quien, atendidas las circunstancias, debe imponer un plazo para notificar la demanda, con lo que hoy en día detenta mayores facultades de dirección procedimental. Estamos, en este caso, frente a plazos judiciales, que se encuentran perfectamente regulados en el Código de Procedimiento Civil. Merece repetición esta idea, pues en este sentido, la ley 20.866 introduce una norma que rompe por completo el aparente paradigma que se entiende de la lectura del artículo 10 del Código Orgánico de Tribunales, pero la ley en que me baso está totalmente acorde a la norma orgánica constitucional citada.
Siguiendo entonces, tampoco, en mi concepto, es efectivo que la falta de notificación de la demanda constituye un obstáculo insoslayable para que se inicie el juicio, que no puede imputarse sino a la indolencia del demandante, porque ya dijimos que la notificación de la demanda, en los tiempos actuales, no sólo puede y debe ser controlada en su devenir por el juez de la causa, sino que, inclusive, puede ser ordenada directamente por el juez a un funcionario que es auxiliar de la administración de justicia, como lo es el receptor judicial; con lo que las cartas para emplazamiento, hoy, están absolutamente bajo el control del estado, si de celeridad y certeza procesal se trata, situación procesal que no se aparta en absoluto de las disposiciones constitucionales que ponen al estado al servicio de la persona humana -y no al revés-, sino que, precisamente, las ponen en acción y les dan eficacia normativa.
Sin perjuicio de todo lo anterior es menester hacer una refrenda que no he visto citada en fallos sobre la materia que ahora se trata; y es que la demanda reconvencional produce todos sus efectos interruptores desde que se presenta y no desde que el juez confiere el simple decreto de traslado y menos desde que este decreto es notificado. La pregunta, entonces, es: ¿cuál es el motivo por el cual la alegación (en sentido genérico) de prescripción debe ser notificada por vía de acción y sólo puesta en el tribunal cuando lo es por vía de excepción? Dejo la interrogante planteada, así como la noción de que el suscrito al menos no ve más que una discriminación arbitraria en este tratamiento, lo que conlleva una infracción a normas constitucionales, asunto que será abordado más adelante en la parte III de este trabajo.
Otra idea que se ha vertido es que nuestro ordenamiento contempla herramientas procesales suficientes como para no admitir la excusa de la imposibilidad de practicar la notificación, por ejemplo, por ser inubicable el demandado y que una muestra de ello lo constituye la posibilidad de notificación conforme el artículo 54 del Código de Procedimiento Civil y la eventual designación de un defensor. Lo primero no es efectivo, porque sabido es que el trámite de certificación de los requisitos para la notificación por avisos es complejo y de lento trámite y no está en manos del demandante más que pedir los oficios respectivos para proceder, quedando el despacho de los oficios y sus respuestas en manos de terceros e, incluso, en manos del propio estado que después podría decretar la prescripción por su propia inactividad, lo que redunda en un sinsentido. Lo segundo tampoco es efectivo, porque desde que se reguló el instituto del defensor público, no existe una norma clara que permita emplazar al demandado a través de este auxiliar de la administración de justicia a una persona que se encuentra fuera del territorio de la república, como tampoco es posible emplazar a uno tal mediante el expediente del ya nombrado artículo 54.
Tampoco es posible que la prescripción deba entenderse regulada como lo pretenden los partidarios de la “postura 1”, como una sanción a la pasividad o desidia del acreedor dando como fundamento la situación a que alude el número 2° del artículo 2503 del Código Civil, a saber, el abandono del procedimiento, que sancionaría la supuesta negligencia del demandante por no realizar las gestiones útiles para hacer avanzar el procedimiento hasta su conclusión normal, pues dicha lectura de estos institutos es demasiado académica y lejana a la dinámica forense, porque la práctica arroja que la dilación de la interposición de una demanda o la paralización del juicio, puede deberse a muchos factores, como falta de comprensión del momento preciso en que se hace exigible una obligación, de la modalidad de hacerla cumplir, falta de recursos económicos -circunstancia ésta última que no se soslaya con la petición de litigar con privilegio de pobreza, lo que no requiere más comentarios ni más profundo análisis- y un sin número de otras circunstancias que se presentan en el proceso, como, inclusive, la demora de un tribunal en la dictación de una resolución interruptora del plazo de abandono, situación en la que no parece razonable “sancionar” al litigante que no presenta cada 5 meses y 29 días un escrito pidiendo resolución. La prescripción es un instituto remisorio y el abandono una forma anómala de poner término al proceso, en ambos casos, para lograr certeza jurídica y con ello lograr la finalidad última del derecho que es precisamente esa certeza, que, si no la puede dar la cosa juzgada, se obtendrá por otros medios como una forma de tender a la paz social, que es otra finalidad del proceso.
Con relación al desistimiento de la demanda y la dictación de una sentencia absolutoria, que presentándose del mismo modo obstan a que opere la interrupción civil, esto es un problema de cómo el legislador nacional quiso entramar las diversas fases adjetivas de heterocomposición judicial, pero la verdad evidente es que la sentencia liberatoria y el desistimiento de la demanda implican una no obtención en el juicio, en el primer caso; y una renuncia palmaria, expresa e incontrastable, en el segundo. En definitiva, estas ideas tienen que ver más con lo que concierne a la incapacidad del actor de acreditar los presupuestos de su pretensión, lo que no es sancionable, sino que simplemente conllevan una consecuencia procesal, porque desde el punto de vista lógico, no parece razonable desistir una demanda o abandonar un proceso en el que realmente hay “causa que litigar” por mera desidia, porque so es llevar la interpretación de la ley a un absurdo que nos está vedado.
Ahora, pasando a lo que ya bautizamos en este trabajo como “postura 2”, quienes dan soporte a esta tesis, también reciben otras críticas, cómo, por ejemplo, que ello significaría que serían letra muerta las disposiciones que consagran la interrupción natural de la prescripción y las obligaciones naturales. Dar basamento a esta aseveración sólo supone una confusión conceptual y un defecto formal de la estructura del razonamiento lógico, porque se parte de la base que la interrupción de la prescripción con la notificación de la demanda es lo natural, lo que bien podría decir la ley, pero no es eso lo que dice. Esto último no es un asunto menor, porque hay que entender que la interpretación de las instituciones legales del derecho positivo no admite la revisión de lo que podríamos llamar “naturaleza” (no confundir con los elementos naturales de un acto jurídico que están dados, precisamente, por el derecho positivo) y por lo tanto lo que la ley dice es eso y no otra cosa: lo que la ley dice. Ni un punto más; ni un punto menos. Lo que sostengo no es únicamente una idea connatural a la interpretación de las instituciones jurídicas del derecho positivo, sino que es una repetición un tanto más coloquial de la regla primera y primordial de interpretación legal: cuando el sentido de la ley es claro, no se desatenderá su tenor literal a pretexto de consultar su espíritu; y el artículo 2518 establece -y no otra cosa- que “[L]a prescripción que extingue las acciones ajenas puede interrumpirse, (…) civilmente (…) por la demanda judicial; salvos los casos enumerados en el artículo 2503”. Es decir, manda a transitar por derroteros separados el acto de postulación procesal (la demanda) con el efecto propio de una nulidad procesal judicialmente declarada por sentencia firme, que es la ineficacia del acto de notificación. (Santiago, 22 de abril de 2025)