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martes 20 de mayo de 2025

Lo que ignoran quienes rechazan regular el uso de la fuerza.

Frente a los intentos de justificar el uso irrestricto de la fuerza por parte del Estado, este artículo refuta la tesis de que bastan normas del Código de Justicia Militar para regular la función policial. A la luz del derecho internacional de los derechos humanos, se argumenta que una legislación clara, específica y vinculante no solo protege a la ciudadanía, sino que fortalece la legitimidad y eficacia de las instituciones encargadas del orden público.

Cuando la seguridad pública se tambalea, surgen voces que plantean falsas soluciones. El abogado Adolfo Paúl Latorre, en su reciente columna «Las RUF son innecesarias», sugiere que Chile no requiere una nueva regulación para el uso de la fuerza por parte de agentes estatales. Sostiene que bastan cuatro artículos del Código de Justicia Militar, ignorando décadas de avance en estándares internacionales de derechos humanos.

La idea central de Paúl Latorre encarna una narrativa peligrosa: que la ausencia de límites claros fortalece la autoridad estatal. Esta premisa es fundamentalmente errónea, tanto desde la perspectiva jurídica, como operativa.

El primer error conceptual reside en pretender aplicar el Código de Justicia Militar como marco regulatorio para la función policial en general. Esta aplicación es jurídicamente inviable por dos razones fundamentales: primero, porque sus tipos penales no pueden interpretarse separadamente de las eximentes de responsabilidad del Código Penal común; y segundo, porque desde 2010, la ley excluyó expresamente la competencia de la justicia penal militar para el juzgamiento de civiles. Este vacío normativo no es un mero tecnicismo, sino que priva a los funcionarios policiales de criterios claros para tomar decisiones en situaciones críticas.

La ausencia de regulación específica no fortalece la acción policial, sino que la debilita. Como enfatizara Gina Romero, Relatora Especial sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación, en la carta dirigida al Presidente Boric en enero de 2025: «La elevación de estas regulaciones a rango legal representa un avance significativo que puede tener múltiples efectos positivos en la práctica policial y la protección de derechos».

Un aspecto esencial que la columna de Paúl Latorre omite completamente es la prevención de la tortura a través de mecanismos concretos. La Observación General Nº 2 del Comité Contra la Tortura (2008) establece que «las obligaciones de prevenir la tortura u otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes previstos en el párrafo 1 del artículo 16 son indivisibles, interdependientes e interrelacionadas» (1). Esta obligación preventiva se materializa en dos dimensiones fundamentales para cualquier regulación efectiva del uso de la fuerza.

Primero, mediante normas que regulen rigurosamente la adopción de determinados tipos de armamento, especialmente las denominadas «menos letales». El documento «Elementos esenciales de un tratado sobre comercio sin tortura» de Amnistía Internacional advierte que «las armas menos letales pueden ser letales y causar lesiones graves» (2). Esto exige protocolos específicos que evalúen técnicamente cada dispositivo antes de su incorporación al inventario policial y limiten su uso a situaciones precisas. Las Orientaciones de la ONU sobre Armas Menos Letales exigen para cada dispositivo «evaluación técnica independiente, validación médica previa sobre sus efectos en la salud y protocolos detallados de uso» (3).

Segundo, a través de la implementación de mecanismos de medición del desempeño policial que permitan evaluar objetivamente cada caso de uso de la fuerza. Como señala el Protocolo Modelo de la ONU, estos mecanismos deben permitir «identificar con claridad la magnitud de la fuerza en situaciones específicas» (4), determinando qué técnicas resultan más adecuadas, cuándo debe cesar una intervención y cómo prevenir daños a terceros.

En este contexto, Chile ha avanzado con la Ley 21.154, que designa al Instituto Nacional de Derechos Humanos como el Mecanismo Nacional de Prevención contra la Tortura. Este organismo está facultado para «examinar periódicamente las condiciones de las personas privadas de libertad y el trato que reciben» (5) y requiere de parámetros objetivos para evaluar si los usos de la fuerza constituyen o no tratos crueles, inhumanos o degradantes. Sin estándares claros sobre proporcionalidad, necesidad y gradualidad, su mandato preventivo queda severamente limitado.

La visión de Paúl Latorre sobre la disuasión como una función «esencialmente ofensiva» revela otro problema fundamental: confunde la fuerza legítima del Estado con violencia arbitraria. La diferencia no es semántica, sino el núcleo mismo del Estado de Derecho.

La fuerza legítima se caracteriza por su finalidad protectora, su aplicación gradual y su estricto apego a principios de necesidad y proporcionalidad. Los Principios Básicos de la ONU establecen claramente: «los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley utilizarán en la medida de lo posible medios no violentos antes de recurrir al empleo de la fuerza». La legitimidad no deriva del temor, sino de la confianza que genera un uso medido y justificado de la fuerza.

El núcleo de esta confusión se evidencia en su descripción de la proporcionalidad como superioridad: «la proporcionalidad significa que la fuerza debe ser superior a la de los delincuentes». Esta afirmación contradice flagrantemente la jurisprudencia internacional.

La proporcionalidad tiene una doble dimensión. Primero, exige que «la fuerza cause el menor daño posible en relación con la amenaza sufrida», como estableció la Corte Interamericana en el caso Hermanos Landaeta Mejías. Segundo, requiere «que para dimensionar su magnitud se considere tanto la gravedad del delito como el objetivo legítimo que se persigue».

En términos prácticos, este principio obliga a emplear técnicas e instrumentos que, siendo eficaces, causen un daño limitado y predecible. La proporcionalidad busca un equilibrio entre la eficacia de la intervención y su costo humano, no una superioridad abstracta frente al «adversario».

Quizás el aspecto más perturbador de la argumentación de Paúl Latorre es su defensa del uso de fuerza letal para proteger infraestructura crítica. Esta posición contraviene frontalmente el derecho internacional. La Observación General N°36 del Comité de Derechos Humanos establece inequívocamente que «el uso de fuerza letal debe estar estrictamente limitado a situaciones donde resulte absolutamente necesario para proteger la vida frente a una amenaza inminente». Ningún bien material justifica sacrificar vidas humanas.

Las consecuencias de esta visión quedaron dolorosamente evidenciadas durante el estallido social de 2019. La ausencia de protocolos claros contribuyó a un uso indiscriminado de armas «menos letales» que resultaron en cientos de casos de trauma ocular. Como advirtió la Relatora Especial sobre la tortura, «las municiones y los lanzadores que contienen proyectiles múltiples se consideran inseguros porque son imprecisos y alcanzan objetivos de manera indiscriminada».

La experiencia global demuestra que los países con marcos regulatorios sólidos desarrollan instituciones policiales más eficaces y legítimas. En Canadá, Nueva Zelanda y el Reino Unido, protocolos detallados sobre uso de la fuerza han fortalecido la confianza pública en sus policías y reducido tanto las denuncias por abuso como las lesiones a funcionarios.

El debate sobre la regulación del uso de la fuerza no es entre «orden» y «derechos», como algunos pretenden plantear. Es entre dos visiones de sociedad: una donde la autoridad deriva de la arbitrariedad y otra donde emana del ejercicio regulado del poder. Chile tiene la oportunidad de consolidar esta segunda visión a través de una legislación que proteja tanto a la ciudadanía como a quienes tienen la compleja responsabilidad de hacer cumplir la ley.

La seguridad de una nación no depende de la ausencia de límites para sus fuerzas policiales, sino precisamente de la claridad de estos. La libertad sin reglas no es libertad, sino caos. La autoridad sin límites no es autoridad, sino autoritarismo. (Santiago, 22 de abril de 2025)

Referencias:

(1) Comité contra la Tortura. (2008). Observación general N° 2: Aplicación del artículo 2 por los Estados Partes (CAT/C/GC/2), párr. 3.

(2) Amnistía Internacional. (2022). Elementos esenciales de un tratado sobre comercio sin tortura. Índice: IOR40/5977/2022, p. 6.

(3) OACNUDH. (2020). Orientaciones de las Naciones Unidas en materia de derechos humanos sobre el empleo de armas menos letales en el mantenimiento del orden. HR/PUB/20/1, pp. 17-20.

(4) OACNUDH. (2024). Protocolo Modelo para que los Agentes del Orden Promuevan y Protejan los Derechos Humanos. A/HRC/55/60, párr. 78.

(5) República de Chile. (2019). Ley 21.154 que Designa al Instituto Nacional de Derechos Humanos como el Mecanismo Nacional de Prevención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes.

(6) Romero, G. et al. (2025, enero 24). Carta OL CHL 2/2025 de Relatores Especiales de la ONU.

(7) Corte IDH. (2014). Caso Hermanos Landaeta Mejías y otros vs. Venezuela. Sentencia de 27 de agosto de 2014 (excepciones preliminares, fondo, reparaciones y costas), párr. 136.

(8) Comité de Derechos Humanos. (2019). Observación General N°36 sobre el derecho a la vida (CCPR/C/GC/36), párrs. 12-14.

(9) Edwards, A. (2023). Informe de visita a Chile de la Relatora Especial sobre la tortura. A/HRC/78/324, párrs. 45-47.

 

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