Con el fin de comprender el fenómeno del suicidio en el mundo actual, es necesario superar los límites del análisis existencial propuesto por Karl Jaspers. Aunque su enfoque ofrece una profunda comprensión del sufrimiento humano, no alcanza a explicar las dinámicas estructurales específicas del sufrimiento en el trabajo. La comprensión jasperiana o kraepeliniana del suicidio, anclada en marcos psicopatológicos clásicos, no puede seguir siendo el bastión desde el cual se aborda el suicidio laboral. Persistir en enfoques clínicos tradicionales perpetúa la idea de que el suicidio es un fenómeno exclusivamente interno o privado, invisibilizando sus dimensiones sociales y laborales.
Dicho enfoque ha sido superado en gran medida por los procesos de reconocimiento y calificación de enfermedades de salud mental laboral, lo que exige una relectura del sufrimiento psíquico desde perspectivas interdisciplinarias que incorporen el análisis de las dinámicas de poder, desigualdad y toxicidad en el entorno laboral.
En este sentido, los avances en la prevención de riesgos psicosociales en Chile representan un intento por abordar dichas dimensiones estructurales. Durante la última década, el país ha dado pasos importantes en esta materia, comenzando con la implementación del instrumento SUSESO-ISTAS 21 en 2013, que desde 2016 se estableció como obligatorio para todas las organizaciones. En 2023, este instrumento fue reemplazado por el CEAL-SM, marcando un punto de inflexión significativo. A diferencia de su predecesor, CEAL-SM incorpora nuevos factores psicosociales antes no considerados, así como ítems del cuestionario GHQ, el General Health Questionnaire, un instrumento ampliamente utilizado para evaluar el bienestar mental, lo que amplía la comprensión de la salud mental en el entorno laboral.
¿Por qué, en un sistema que pretende avanzar en la salud mental laboral, el suicidio sigue siendo un tabú ignorado? Las razones son múltiples y complejas, y van desde barreras legales y culturales hasta limitaciones en los instrumentos de evaluación y una falta de voluntad política para enfrentar el problema de frente. En este artículo, reflexionaremos sobre las posibles causas de esta exclusión, sus devastadoras consecuencias y las reformas necesarias para que Chile deje de dar la espalda a esta crisis silenciosa.
La primera y más evidente razón de esta ausencia es la exclusión normativa basada en el concepto de «intencionalidad». La Ley 16.744, que regula los accidentes del trabajo y las enfermedades profesionales en Chile, establece explícitamente que los eventos causados intencionalmente por la víctima no son considerados laborales. Esta disposición, diseñada originalmente para prevenir fraudes o abusos en el sistema de compensaciones, ha sido interpretada de manera rígida y reduccionista en el caso del suicidio, excluyéndolo automáticamente como un evento relacionado con el trabajo. Esta visión legal parte de una premisa simplista: el suicidio, al ser un acto deliberado, no puede estar conectado con factores externos como el entorno laboral. Sin embargo, esta interpretación ignora décadas de investigación en salud mental que demuestran cómo condiciones como el acoso sostenido, la sobrecarga laboral crónica, la falta de apoyo social en el trabajo o el estrés intenso pueden erosionar la salud mental de una persona hasta el punto de conducirla a un estado de desesperación absoluta. En otros países, como Japón, se han establecido precedentes legales que reconocen el «karoshi» (muerte por exceso de trabajo) y el suicidio inducido por estrés laboral como fenómenos compensables, lo que demuestra que es posible adoptar un enfoque más matizado. En Chile, en cambio, la rigidez de la ley —y de quienes la interpretan— no solo impide que las familias de trabajadores fallecidos accedan a justicia o reparación, sino que también perpetúa una narrativa que desvincula a quienes provocan o contribuyen al daño, eximiéndoles de toda responsabilidad. Así, se deja a las personas trabajadoras en una situación de vulnerabilidad, sin un mecanismo de protección efectivo. Este enfoque legal, lejos de ofrecer una solución práctica, se transforma en un obstáculo que invisibiliza la relación entre el trabajo y la salud mental, reforzando el estigma y la indiferencia frente al sufrimiento de quienes enfrentan estas condiciones.
A esta barrera normativa se suma una segunda causa igualmente grave: la ausencia total de definiciones claras y protocolos específicos para investigar los suicidios como eventos potencialmente laborales. En el sistema chileno, salvo un protocolo de fiscalizacion de la Inspección del Trabajo, no existe legislación ni guías técnicas que orienten a los Organismos Administradores de Ley 16.744, sobre cómo abordar un caso de suicidio que pueda estar vinculado al trabajo. Para superar esta brecha, el poder político debe fortalecer a la SUSESO con mayores recursos humanos, técnicos y tecnológicos. Desde el ámbito del derecho administrativo, también resulta clave promover condiciones que otorguen mayor estabilidad a los funcionarios públicos, incluyendo a quienes se desempeñan bajo la modalidad de contrata, fomentando así la confianza legítima y respaldándose en la jurisprudencia administrativa y judicial. Esto permitiría robustecer el diálogo social como base para una política de salud mental laboral con legitimidad. Sin embargo, la falta de protocolos específicos deja un vacío procedimental que resulta en decisiones arbitrarias: en la mayoría de los casos, un suicidio es clasificado automáticamente como «común», sin que se realice un análisis exhaustivo para determinar si factores laborales pudieron haber sido desencadenantes. Por ejemplo, no hay un marco que obligue a investigar si un trabajador que se quitó la vida había denunciado acoso previamente, o si estaba sometido a una presión insostenible por metas inalcanzables. Esta falta de protocolos específicos en esta materia no solo perpetúa la invisibilidad del problema, sino que también elimina cualquier posibilidad de aprendizaje organizacional que permita prevenir futuros casos. En ausencia de directrices claras, los empleadores no tienen incentivos para mejorar las condiciones de trabajo que podrían estar contribuyendo a la desesperación de sus empleados, y los organismos fiscalizadores carecen de herramientas para exigir responsabilidades o implementar medidas correctivas. Comparado con países que han desarrollado sistemas para investigar el suicidio laboral, como Francia, donde se han establecido comités especializados para analizar estos casos, el enfoque chileno parece anclado en una omisión que prioriza la comodidad administrativa sobre la vida de los trabajadores.
Un tercer factor que agrava esta exclusión es la falta de registro estadístico sobre el suicidio laboral en Chile toda vez que dicha categoria no es ampliamente reconocida. Instituciones clave como el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), el Servicio Médico Legal (SML) y la propia SUSESO no cuentan con una categoría específica para la «muerte por suicidio laboral» en sus bases de datos. Esta omisión tiene consecuencias devastadoras: sin información oficial, es imposible dimensionar la magnitud del problema, identificar patrones o diseñar políticas públicas basadas en evidencia.
¿Cuántos trabajadores en Chile han perdido la vida por suicidio en los últimos años debido a condiciones laborales insostenibles? La respuesta es un misterio, no porque no exista el fenómeno, sino porque el sistema se ha negado a mirarlo. Esta falta de datos convierte al suicidio laboral en un problema invisible, relegado a la esfera de las anécdotas individuales en lugar de ser tratado como una cuestión de salud pública que merece una respuesta colectiva. En contraste, países como Australia, Estados Unidos o Canadá han implementado sistemas de registro que permiten rastrear la incidencia de suicidios relacionados con el trabajo, lo que ha facilitado la creación de campañas de prevención y la asignación de recursos específicos. En Chile, la ausencia de estas estadísticas abiertas no solo perpetúa el estigma —al mantener el tema fuera del debate público—, sino que también dificulta cualquier intento de abogar por cambios estructurales, ya que en dicho nivel se puede argumentar que no hay «pruebas» de la relevancia del problema. Existe evidencia documental que da cuenta de respuestas institucionales en las que se sostiene que no existiría un interés prevalente respecto a esta consecuencia por exposición a factores psicosociales, lo que contribuye a una desatención sistemática del problema. En este contexto, el instrumento actualmente utilizado para la evaluación de riesgos psicosociales, el CEAL-SM, refuerza esta exclusión debido a su enfoque ambiental y genérico, que tiende a diluir factores individuales o estructurales más complejos, como el acoso o la violencia laboral y su vínculo con desenlaces fatales.
No obstante, cabe destacar que, de acuerdo con el Numeral II, N° 2, Letra B1, de la CIRCULAR N° 3813 de la Superintendencia de Seguridad Social (SUSESO), emitida el 7 de junio de 2024, el CEAL-SM debe alinearse con los lineamientos establecidos para la prevención y gestión del acoso sexual, laboral y de la violencia en el trabajo. Esta circular se enmarca en la Ley N° 21.643, que modifica disposiciones del Compendio de Normas de la Ley N° 16.744 sobre accidentes del trabajo y enfermedades profesionales. Si bien el CEAL-SM privilegia una mirada general al grupo de trabajo como unidad de análisis, lo que puede limitar la identificación de experiencias particulares, también permite —en cierta medida— hacer un “zoom” más específico sobre situaciones de riesgo mediante dimensiones como la de violencia y acoso (VA). Esta dimensión incluye siete preguntas cuya revisión detallada permite detectar focos de alerta: cualquier respuesta distinta de “NO” debe ser interpretada como indicativa de riesgo. Ante estos casos, el empleador puede coordinar con el comité de aplicación la organización de espacios de diálogo para evaluar y discutir colectivamente los resultados, promoviendo así una cultura de prevención más cercana y sensible a las dinámicas reales del entorno laboral.
Este cuestionario está diseñado para medir riesgos a nivel grupal —como el nivel de riesgo psicosocial del centro de trabajo—, pero no tiene la capacidad de detectar señales específicas de una crisis suicida inminente. Por ejemplo, no incluyen preguntas directas sobre ideación suicida ni evalúan cómo las condiciones laborales específicas podrían estar afectando la salud mental de un trabajador de manera crítica. Si bien son herramientas valiosas para identificar factores psicosociales en las organizaciones, su diseño no permite capturar la urgencia de intervenir en casos donde un individuo está al borde del colapso. Esta limitación refleja una concepción estrecha de la prevención psicosocial en Chile: se trata como un ejercicio cercano al diagnóstico organizacional, más preocupado por cumplir requisitos legales que por salvar vidas. En un contexto marcado por el aumento del estrés laboral y el burnout, la desconexión entre las herramientas de evaluación y las necesidades reales de la fuerza laboral no solo resulta insuficiente, sino que constituye una omisión temeraria, al desestimar deliberadamente la posibilidad de que el trabajo contribuya —e incluso lleve a consecuencias— tan extremas como el suicidio. En el ámbito internacional, emergen iniciativas que demuestran la viabilidad de incorporar indicadores más específicos en la evaluación de riesgos psicosociales laborales, particularmente aquellos vinculados al sufrimiento psicológico extremo. Un ejemplo relevante es el desarrollo del Work-Related Suicidal Ideation Scale (WRSIS) en Puerto Rico, instrumento que permite medir de forma precisa dimensiones críticas del comportamiento suicida en el trabajo, como la percepción de derrotismo, el atrapamiento y la ideación suicida relacionada con el contexto laboral. Este estudio, basado en una muestra de 1.829 personas empleadas en distintas organizaciones, validó psicométricamente la escala y demostró su invariancia de medición según variables como género y edad, lo que refuerza su utilidad diagnóstica en poblaciones diversas. La incorporación de instrumentos como el WRSIS en la medición de riesgos psicosociales permitiría superar las limitaciones de los enfoques actuales en Chile, que omiten de forma temeraria indicadores que aborden explícitamente el suicidio laboral como una señal de alerta prioritaria. El protocolo de riesgos psicosociales debe promover activamente la capacitación de las personas, recordando que el suicidio laboral suele representar una solución aparente frente a un problema transitorio. Es fundamental que quienes se encuentren en riesgo comprendan que no deben buscar una solución definitiva para una dificultad que, aunque intensa, es temporal.
Otra razón que contribuye a la exclusión del suicidio laboral en las estrategias de prevención de riesgos psicosociales en Chile es el temor institucional a evidenciar fallas en la gestión de la salud ocupacional, tanto en el diseño como en la implementación de políticas, a distintos niveles de los sistemas productivos e institucionales. En el contexto organizacional y cultural chileno, el fracaso se percibe frecuentemente como un resultado inaceptable, lo que genera una resistencia estructural a implementar políticas preventivas que podrían no garantizar resultados inmediatos o mensurables. Este miedo al fracaso, como una especie de atiquifobia cultural, se manifiesta en la renuencia de las instituciones a asumir riesgos en la formulación de estrategias asociadas la mejoramiento continuo, limitando la adopción de medidas que aborden explícitamente el suicidio laboral. Sin embargo, superar este temor requiere un cambio de paradigma: aceptar que los errores y los resultados no deseados son parte inherente del proceso de aprendizaje organizacional. Fomentar entornos seguros para la experimentación, promover la capacitación en la gestión de riesgos psicosociales y establecer mecanismos de evaluación que valoren el progreso incremental pueden sentar las bases para políticas más efectivas. Reconocer que el fracaso no define la capacidad de una organización para proteger a sus trabajadores, sino que es una oportunidad para ajustar y mejorar las estrategias, es esencial para abordar el suicidio laboral como un problema de salud pública.
El estigma cultural y la falta de capacitación también juegan un rol determinante en esta exclusión. En Chile, persiste una visión arraigada que considera los problemas de salud mental, incluido el suicidio, como una debilidad personal o un asunto privado, desvinculado de las responsabilidades de un liderazgo disfuncional. Esta actitud fomenta una cultura de silencio en los lugares de trabajo, donde los empleados temen ser juzgados, estigmatizados o incluso despedidos si admiten que están luchando con su salud mental. A esto se suma una tendencia a individualizar el problema: cuando ocurre un suicidio, la narrativa predominante señala al trabajador como el único responsable, ignorando factores organizacionales como la presión excesiva, el acoso o la falta de apoyo. Esta perspectiva no solo es injusta, sino que también desincentiva la implementación de medidas preventivas a nivel sistémico, ya que los empleadores no se ven obligados a repensar sus prácticas. Además, la formación en salud mental es deficiente para inspectores del trabajo, jefaturas y comités de riesgos psicosociales, quienes carecen de las herramientas y el conocimiento necesario para identificar señales de riesgo suicida o intervenir de manera efectiva. Sin capacitación adecuada, estas figuras clave —que podrían actuar como primera línea de defensa— quedan relegadas a un rol pasivo, perpetuando la idea de que el suicidio es un problema ajeno al ámbito laboral.
Finalmente, aunque iniciativas recientes —como la ampliación del CEAL-SM y la promulgación de la Ley Karin (21.643)— han centrado la atención en el acoso y la violencia laboral, el suicidio continúa sin ser reconocido como una consecuencia directa o determinante de la vulneración de los riesgos psicosociales en el trabajo. La Ley Karin, impulsada tras el trágico suicidio de Karin Salgado, una funcionaria pública víctima de acoso laboral, representó un avance significativo en visibilizar el impacto del hostigamiento en la salud mental. Sin embargo, su alcance se limitó a fortalecer las sanciones por acoso, sin abrir el debate sobre el reconocimiento del suicidio como un accidente laboral. Esta priorización del acoso, aunque necesaria, no debe eclipsar la urgencia de abordar la mortalidad por suicidio como un desenlace extremo de las mismas dinámicas que la ley busca erradicar. La oportunidad de ampliar el marco normativo para incluir el suicidio laboral estuvo sobre la mesa, pero fue desaprovechada, dejando intacta la barrera legal que sigue excluyendo a las víctimas de este fenómeno.
Este enfoque fragmentado demuestra una falta de compromiso real con la salud mental en el trabajo. Aunque las medidas adoptadas reflejan cierto grado de involucramiento institucional —es decir, una participación formal y parcial en el abordaje del problema—, aún no se observa un compromiso integral, entendido como la disposición a asumir plenamente las consecuencias fatales derivadas de la negligencia en la implementación del protocolo de riesgos psicosociales. El compromiso implica reconocer los vínculos entre estrés laboral, deterioro mental y consecuencias como el suicidio, y actuar con responsabilidad, visión y voluntad de cambio. Sin ese compromiso profundo, las políticas públicas seguirán siendo reactivas, limitadas y, en última instancia, insuficientes para proteger la vida y el bienestar de los trabajadores.
Las consecuencias de este silencio son tan profundas como trágicas. Al no reconocer el suicidio como un evento potencialmente laboral, Chile perpetúa su invisibilidad, impidiendo la generación de datos, la asignación de recursos y el desarrollo de intervenciones específicas. Las y los trabajadores que enfrentan condiciones laborales insostenibles quedan desprotegidos, sin acceso a apoyo ni a mecanismos efectivos de resguardo, mientras sus familias lidian con la pérdida en un escenario sin respuestas ni reparación. En este vacío, el estigma se intensifica y la cultura de la omisión se consolida, haciendo que quienes más necesitan ayuda duden en pedirla por temor al juicio social o a posibles represalias. Sin embargo, este silencio no es inevitable; puede y debe ser roto. Para ello, Chile necesita cambios urgentess: reformar la Ley 16.744 para permitir una evaluación técnica de la causalidad laboral en casos de suicidio, crear protocolos de investigación que involucren a especialistas en salud mental y peritos laborales, incorporar la categoría de «suicidio laboral» en los registros oficiales e implementar programas de capacitación para todos los actores involucrados en la prevención psicosocial. Estas medidas no solo harían visible un problema largamente ignorado e interpretativamente postergado, sino que también enviarían un mensaje claro: la vida y la dignidad de los trabajadores no son negociables. Porque, ¿de qué sirve un sistema de prevención que mide riesgos pero no protege contra el desenlace más devastador? Abordar el suicidio laboral no es solo una cuestión de política; es un imperativo moral que no admite más demoras.
Finalmente, una de las omisiones más reiteradas encuentra sustento en la invocación de la multicausalidad del suicidio, noción que, si bien es aceptada desde una perspectiva general, suele utilizarse de manera equívoca para eludir toda vinculación con los riesgos psicosociales presentes en el entorno laboral. Esta interpretación conduce a una forma de exención implícita de responsabilidad organizacional, como si la concurrencia de múltiples factores anulara el deber jurídico de prevención. En este contexto, se invisibiliza la obligación legal de adoptar medidas eficaces para evitar condiciones de trabajo que puedan constituir factores desencadenantes o agravantes del sufrimiento psíquico severo. Esta construcción discursiva, en la práctica, perpetúa la inacción institucional frente a un fenómeno prevenible, en abierta contradicción con los principios de diligencia debida y protección efectiva consagrados en el marco normativo vigente.
La prevención del suicidio laboral no debe ser vista únicamente como una obligación ética o una respuesta a una crisis; es, ante todo, una inversión estratégica en los recursos humanos y en la sostenibilidad de las organizaciones. Los centros de trabajo que priorizan la salud mental de sus empleados no solo mitigan el riesgo de perder vidas, sino que también cosechan beneficios tangibles en términos de productividad, retención de talento y reputación corporativa. Un entorno laboral que promueve el bienestar psicológico fomenta la lealtad, la creatividad y el compromiso, mientras que la negligencia en este ámbito puede traducirse en costos ocultos como el ausentismo, la rotación de personal y el deterioro de la imagen pública. Para que esta inversión sea efectiva, es imperativo que las organizaciones capaciten a sus líderes, supervisores y equipos de recursos humanos en la identificación temprana de señales de alerta relacionadas con la salud mental, como cambios en el comportamiento, aislamiento o expresiones de desesperanza. Además, deben establecerse canales de comunicación claros, confidenciales y libres de estigma, donde los trabajadores puedan buscar ayuda sin temor a represalias o a ser etiquetados como «débiles» o «problemáticos». La prevención del suicidio laboral, en este sentido, no es solo una cuestión de cumplimiento normativo; es una estrategia de gestión del talento que reconoce que el recurso más valioso de cualquier organización es su gente, y que proteger su vida y dignidad es la base de cualquier éxito sostenible. Los líderes deben modelar el bienestar, implementar programas de capacitación y abogar por políticas que mejoren el acceso a servicios de salud mental, contribuyendo a una cultura de apoyo y reducción del estigma.