Cartas al Director

El derecho de defensa a la luz de los fundamentos del proceso penal.

Diego Calderón Contreras

1 de noviembre de 2023


En la propuesta constitucional que será sometida a ratificación popular este diciembre, se ha reconocido el derecho de defensa a las víctimas en el proceso penal. Dicha norma se encuentra en la letra c) del artículo 16 N°6 del Capítulo II sobre derechos fundamentales, en el 176 N°2, bajo el Capítulo XI sobre Servicio Nacional de Acceso a la Justicia y Defensoría de las Víctimas, entre otras disposiciones.

En lo literal, los preceptos señalan que “la ley señalará los casos y la forma en que las personas naturales víctimas de delitos dispondrán de asesoría y defensa jurídica gratuitas” y que “la Defensoría [de las Víctimas] contará con unidades especializadas a cargo de la defensa de las víctimas de delitos en conformidad con la ley”, respectivamente.

Sin adentrarnos en el mérito de un nuevo servicio que se encargue de la protección y asistencia jurídica de las víctimas en el ejercicio de sus derechos, lo cual puede ser una política favorable en cuanto a superar las actuales deficiencias del sistema actual (donde dicha función recae en el Ministerio Público, organismo que comparte dicho cometido con la persecución del delito, entre otros), el reconocimiento del derecho a defensa en extensión hacia las víctimas requiere algunas observaciones con tal de advertir sus deficiencias y riesgos en cuanto al funcionamiento del sistema de justicia criminal y la tutela efectiva de los intereses de la víctima.

Primero, dicha decisión se inserta bajo una política criminal que viene desarrollando un sector social la cual, en atención al temor y sentimiento de inseguridad generalizado de la ciudadanía, busca aumentar las facultades persecutoras y punitivas del Estado (Horvitz, 2012). En lo particular, es una manifestación de la tendencia de expansión de derechos y facultades de la víctima en el proceso penal, fundada en una percepción de abandono a diferencia del sujeto que suscita mayor desconfianza por parte del público, el imputado (Riego, 2014).

En la propia discusión del pleno se expresó una postura comprometida con lo anterior, entre otros, por la consejera constitucional Beatriz Hevia (PLR), quien en tono beligerante manifestaba que el sistema de justicia “protege a los victimarios por sobre a las víctimas (sic)”. En términos generales, el proceso penal consolida la eficacia del derecho penal, el cual faculta normativamente al Estado para limitar o privar de derechos fundamentales en la persecución y sanción del delito (Rettig, 2019) Por tanto, su realización procedimental resulta en la afectación más intensa sobre la vida e integridad de las personas. Sin embargo, el poder punitivo también es de interés social, en el entendido que vela por la seguridad y prevención del delito.

En ese sentido, se ha concebido al proceso penal como una solución institucional entre el interés persecutor del Estado y las garantías individuales, de forma que dicho conflicto se encuentra en los fundamentos del proceso penal (Binder, 1993; Duce y Riego, 2007). Dicha tensión se concreta en que el Estado, quien detenta el poder punitivo, goza de importantes atribuciones y competencias en perjuicio de la persona que se vea sometida a un proceso de investigación y enjuiciamiento.

Por tanto, bajo una concepción de Estado de Derecho, la atención preferente del ordenamiento está en el imputado, no para que pueda resultar impune de su eventual responsabilidad, sino más bien de que goce de las facultades y libertades necesarias para que pueda ser sujeto a un proceso justo y equitativo que determine si efectivamente le corresponde responsabilidad penal (Mir Puig, 2006). Es en este contexto que surgen las garantías de un proceso oral, inmediato, continuo y público, donde el imputado tenga, en los términos originales de la Convención Americana de Derechos Humanos, el derecho a public hearing, esto es, más que la traducción tradicional del mero “derecho a ser oído”, que el procesado tenga derechos y facultades efectivas para influir en el curso de la investigación y el enjuiciamiento (Duce y Riego, 2007).

En ese sentido, el derecho primordial del imputado es el derecho a defensa, y más propiamente el derecho a ser oído, tener asistencia jurídica o letrada, el derecho a rendir prueba y contrastar con la evidencia incriminatoria, entre otros (Duce y Riego, 2007). Su objetivo no es, por tanto, garantizar la impunidad o privilegiar la situación del responsable penal, sino que quien sea objeto de investigación y enjuiciamiento criminal tenga todos los medios suficientes para, presentado su postura y medios de prueba, conducir el proceso hacia la averiguación de la verdad, sea que esta mantenga la inocencia del acusado o bien habilite la atribución de responsabilidad penal. Por ende, no únicamente opera a favor del imputado que no se haya visto efectivamente involucrado en el delito investigado, sino que también para los órganos persecutores, en beneficio de reunir la mayor cantidad de antecedentes para determinar lo que efectivamente ocurrió y quiénes son responsables.

Por su parte, la víctima no es un sujeto procesal que requiere “defensa” en términos procesales penales. Ello pues no se ve sujeta a ninguna pretensión estatal en su contra que pudiere resultar en perjuicio mediante la sentencia definitiva. Si bien en términos retributivos es de interés para la víctima la efectiva sanción del responsable penal, dicho cometido solo puede lograrse a través de un proceso que se funde en la consecución de la verdad en base a la disposición de información y contrariedad de las partes. Igualmente, la protección propiamente tal de la víctima es una función que ha asumido primordialmente el Ministerio Público, sin perjuicio de que pueda evaluarse un nuevo servicio que vele por sus intereses; mas no en una reforma que resulte impotente e ineficaz en términos procesales.

 

Diego Calderón Contreras

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