Artículos de Opinión

Propiedad, autoridad y neutralización de lo político en el proyecto de ley Hinzpeter.

Los promotores y defensores del proyecto de ley que fortalece el resguardo del orden público (conocido popularmente como ley Hinzpeter) justifican la necesidad de éste, básicamente, sobre la base de tres fundamentos, a saber: protección del derecho de propiedad, incremento de la autoridad y el fortalecimiento de la “paz pública”.En lo que sigue, intentaré mostrar […]

Los promotores y defensores del proyecto de ley que fortalece el resguardo del orden público (conocido popularmente como ley Hinzpeter) justifican la necesidad de éste, básicamente, sobre la base de tres fundamentos, a saber: protección del derecho de propiedad, incremento de la autoridad y el fortalecimiento de la “paz pública”.
En lo que sigue, intentaré mostrar algunos inconvenientes que presentan los dos primeros fundamentos. Al tercero no me referiré pues está implícita y conceptualmente inmerso en la idea de reforzamiento del orden público, por ende, no es otra cosa que una estrategia retórica que pretende justificar el incremento de la autoridad.
En lo que concierne al primer fundamento, quienes abogan por la implementación de este proyecto de ley aducen que el ejercicio del derecho a la protesta social genera “daños colaterales”. A juicio de estos, las manifestaciones públicas, de modo indirecto, afectarían “derechos fundamentales en materia de movilización, emprendimiento, trabajo y propiedad de pequeños comerciantes, locatarios y dueños de inmuebles”.
El núcleo de esta objeción es reconducible al límite liberal del ejercicio de los derechos fundamentales, ya presente en la dieciochesca Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la cual expresa que:  “…el ejercicio de los derechos naturales no tiene otros límites que aquellos que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de los mismos derechos…”.
En lenguaje constitucional, tal tensión deviene en lo que se suele denominar “conflicto de derechos”, lo cual implica que el adjudicador (incluso el legislador al determinar la política criminal) debe circunscribirse a un procedimiento de toma de decisiones, bajo una estructura analítica compuesta por razones justificatorias, para determinar de forma proporcional qué derecho “pesa” por sobre otro.
Si bien acá la discusión es a nivel legislativo, lo relevante para estos efectos, es que de la sola afectación de otros derechos no se sigue necesariamente la justificación de la amenaza penal al derecho a reunión, como parecen sugerir sus impulsores. No parece algo autoevidente apelar a la lesión de otros derechos para establecer coacciones punitivas al derecho de reunión y la libertad de expresión. En tanto que la protesta social es un acto político, todas aquellas limitaciones penales que pretendan ahogar el disentimiento deben estar fundadas en razones morales concluyentes que den cuenta suficientemente acerca de por qué aquello debe ser así y no de otra manera. El solo hecho de que se afecten intereses y bienes privados de carácter material como la productividad de los emprendedores o el derecho de propiedad, no es una razón suficiente para justificar la implementación de un proyecto de ley punitivamente represivo con la protesta como lo es la “ley Hinzpeter”.
Dicho esto, debo prevenir que lo expuesto no significa que la libertad de expresión y el derecho de reunión gocen per se de prioridad o “pesen” —siempre— más que otros derechos. El fundamento de exigir razones morales concluyentes para su restricción apela a una concepción moral vigorosa y no minimalista del proceso democrático en el cual comunicar políticamente el descontento mediante la contestación social contribuye al fortalecimiento del bien moral de la igualdad política. Esto lo digo porque la protesta permite visibilizar las demandas de grupos históricamente desprovistos de privilegios que no poseen poder de lobby ni el dinero necesario para hacer presente en la discusión pública pretensiones legítimas que permitan a la deliberación democrática efectuar una adecuada distribución de bienes sociales básicos.
Es por eso que, en principio, la mera lesión o afectación de intereses o bienes de carácter privado no puede ser considerado motivo moral suficiente para implementar un proyecto de ley que, mediante el uso del rigor penal, restringirá formas de expresión de la protesta social, o al menos, de modo indirecto, desalentará al futuro disidente a manifestarse puesto que probablemente no querrá verse expuesto a la aplicación de una sanción punitiva.
Por lo demás, si observamos con atención, es posible percatarse que casi todas las maneras de ejercer la libertad de expresión afectarán o interferirán de manera necesaria intereses privados o estatales (plus speech). Ahora bien, no por eso el gobierno procederá a aplacar su ejercicio mediante el uso del aparato punitivo, pues de efectuarlo, pasaría a mutilar la libertad de expresión en tanto constitutiva de la democracia.
El segundo alegato a favor de este proyecto de ley (que incluye al tercero) apela al reforzamiento del orden social. Esto se traduce en un aumento de la autoridad y, por consecuencia, una disminución de las esferas de libertad. Por supuesto está tensión es una constante en la política y en el Derecho. Lo óptimo en estos casos es conciliar una relación armónica entre ambas, lo cual no siempre es logrado.
Aunque sus manifestaciones son múltiples y confusas, puedo decir que la idea de orden implica, a grandes rasgos, tranquilidad, normalidad y paz, en oposición a lo excepcional, la alteración y la conflictividad. Estos estados están siempre presentes en nuestra vida y es una quimera pretender suprimirlos en su totalidad.
A este respecto, el proyecto de ley presupone que el ejercicio de derechos políticos desencadena necesariamente en situaciones de anormalidad y, ante ello, ha propuesto reprimir la eventual conflictividad a través del poder coercitivo de la ley penal. Para los propulsores del proyecto de ley, la mantención del orden es una cuestión fundamental que requiere ser impuesta bajo todo respecto, pues sólo de esa manera “aseguramos el libre ejercicio de nuestros derechos”. De esto se sigue que, en el gobierno y en los defensores del proyecto, existe un total escepticismo y desconfianza ante la excepción y la conflictividad política, lo cual les permite apelar al robustecimiento del orden público como un eslogan comunicacional para justificar el incremento de la autoridad.
Lo cierto es que tal concepción de la autoridad conlleva un desconocimiento de la participación política y de la conflictividad social como componentes necesarios de una democracia robusta y no meramente instrumental. En efecto, esta idea rígida del orden social, al no fundamentarse comunitariamente, concibe al ciudadano como un individuo aislado que no necesita integrarse o identificarse, a través de la contestación social, con la representación de valores políticos divergentes. En efecto, la protesta social en tanto forma legítima de participación política, permite a los disidentes desaventajados incorporarse de modo activo en la comunidad social. Asimismo, posibilita colocar en discusión demandas urgentes sobre derechos sociales históricamente no satisfechos.
Desde luego, como ya se habrá notado, esta concepción comunitaria de la participación política presupone, de modo necesario, sacrificios de intereses puramente privados en aras del bienestar social.
Una autoridad que pretenda mantener una situación de normalidad excluyente o limitante de la conflictividad social, ignora la esencia de lo político. Esto significa que la necesidad de fortalecer el orden social responde en última instancia a un proceso de neutralización de expresiones constitutivas de lo político. Es decir, apela al uso de la coerción para cercenar procesos de acrecimiento de la politización social. Esto se refleja en el énfasis puesto en el uso restringido que se quiere asignar al “espacio público”.
Digo esto pues, para los promotores del proyecto de ley, el espacio público no es el lugar destinado principalmente a la participación política ciudadana y la conflictividad social, sino que debe ser aquel lugar de la normalidad, del libre tránsito privado y de la tranquilidad necesaria para el desenvolvimiento los intercambios libres. De ahí que los defensores de la “ley Hinzpeter” piensen que todo incremento de la autoridad destinado a fomentar el uso privado y apolítico del espacio público es legítimo, desconsiderando, de esa manera, la relevancia política fundamental que tiene el espacio público para la visibilidad de los marginados.
Por último, es una posición ingenua pensar el derecho a la protesta social como esencialmente pacífico y no conflictivo, puesto que lo que se propone la protesta es, precisamente, la disrupción severa del statu quo, en la medida que éste no ha sido capaz de dar una respuesta satisfactoria a las necesidades de los reclamantes. De ahí que el derecho a la protesta sea —como dijo Gargarella— “el primer derecho”, en tanto componente fundamental del fortalecimiento de la igualdad política en una democracia, pues sólo a través del ruido de la contestación social es posible oír a todos aquellos desaventajados que no tienen posibilidades de comunicar de manera convencional sus exigencias. 

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