La concepción canónica sobre los derechos humanos pone el acento en los límites que ellos configuran, es decir, las barreras que establecen frente al poder estatal. La actual Constitución chilena indica que “el ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana” y la Corte Interamericana nos recuerda que “en la protección de los derechos humanos, está necesariamente comprendida la noción de la restricción al ejercicio del poder estatal”.
Hay otros acercamientos que ponen su atención en el potencial cuestionador y, al mismo tiempo, emancipador de los derechos humanos. Bajo su luz la ley pierde su autoridad absoluta y queda bajo constante examen. Instala, asimismo, un parámetro de control de legitimidad para el poder político. El poder queda bajo el escrutinio de los estándares de los derechos humanos y posibilita además el desarrollo de una sociedad civil robusta, con fuerte incidencia política.
Pensar en los derechos como articuladores de relaciones humanas, que permitan el florecimiento o el desarrollo humano, también es un acercamiento fructifico. Especialmente cuando nos enfrentamos a un proceso constituyente histórico, que nos permitirá redibujar nuestra forma de convivencia.
Pongamos el caso de la propiedad privada.
Tradicionalmente nuestra concepción sobre la propiedad se ha centrado en su capacidad de excluir a otros de lo que es mío. El dominio, en ese sentido, constituiría un coto frente al poder estatal o colectivo, lo que constituiría un elemento central para garantizar la autonomía de las personas.
Pero esa mirada se enfoca únicamente en lo que la propiedad priva a los demás, incluso de algo que otros pueden necesitar con urgencia. En ese sentido nos aísla y nos hace caer en la tentación de creer que, asentado en nuestro derecho, tenemos una indiscutida legitimidad sobre nuestra posición patrimonial y ninguna responsabilidad sobre los demás.
Pero las cosas suelen ser más complicadas. Toda persona tiene derecho al uso y goce de sus bienes; no obstante, debemos necesariamente tener en cuenta los efectos que eso trae consigo para todo el resto. La alta concentración de la riqueza, por ejemplo, suele ser muy complejo para la estabilidad de una sociedad democrática. El estallido social puede ser muy ilustrativo de aquello.
Tal vez sea el momento para pensar en formas novedosas de relacionarse. Beneficiosas para todos(as) a partir de la propiedad. Una propiedad suficientemente distribuida y un derecho que, en vez de exacerbar las diferencias sociales, vaya precisamente en la dirección de lograr una mayor cohesión social. ¿Por qué no pensar en maneras de asignar la propiedad que también implique una mejor y mayor distribución del poder? Muy por lejos de abolir la propiedad privada debemos pensar en mecanismos para que ella permita fortalecer nuestra convivencia democrática. Y la estabilidad sociopolítica que necesitamos. (Santiago 20 junio 2021)