Artículos de Opinión

Notas acerca de la Legitimidad de la Constitución de 1980.

En una reciente columna, titulada  “Constitucionalismo social e historicismo constitucional” (en adelante, “la columna”), se alude a las demandas por una asamblea constituyente. Ella señala que existirían, frente a la Constitución vigente, dos posturas, a las que denomina “historicistas”, por una parte, y -según se desprende del título de la entrega- “constitucionalismo social”, por otra. […]

En una reciente columna, titulada  “Constitucionalismo social e historicismo constitucional” (en adelante, “la columna”), se alude a las demandas por una asamblea constituyente. Ella señala que existirían, frente a la Constitución vigente, dos posturas, a las que denomina “historicistas”, por una parte, y -según se desprende del título de la entrega- “constitucionalismo social”, por otra. Ambos planteamientos –a los que se considera insinceros- serían incorrectos, omitiéndose explicar concretamente por qué. Sin adoptar una posición frente al plebiscito de fecha 11 de septiembre de 1980, la columna sostiene que la Constitución de ese año ha generado una serie de consecuencias: (1) sentó las bases de un modelo político, económico y social que situó al país entre los más prósperos de la región; (2) puso fin a la Dictadura, hecho suficiente para “lavar cualquier mancha de nacimiento sobre la misma”; (3) ha generado uso, prácticas y costumbre constitucional (v.gr., Recursos de Protección y Amparo Económico); y (4) se ha modificado. Con este inventario en consideración, se homologa la Constitución con un contrato de derecho privado que, pudiendo estar viciado ab initio, es reconocido por las partes al haber sido cumplido o modificado. De ahí que –se señala- aquella pueda adaptarse a los nuevos tiempos, siendo “una buena vaca a disposición de la clase política dispuesta a ser ordeñada de acuerdo a las conveniencias del momento”. Siguiendo con la animalización constitucional, la columna finaliza reflexionando: “¿Qué importa de qué color es el gato mientras cace ratones?”.
La respuesta es: importa. Y bastante.
Dejando de lado la cuestión relativa al mecanismo (sustitución a través de asamblea constituyente u otra forma), el denominado –por la columna- “constitucionalismo social”, parece formular un reproche de fondo a la Constitución en vigor, a saber, que en su otorgamiento, no se ha respetado algún requisito importante para la generación del poder dentro de un Estado. Esta crítica se produce una vez planteada la cuestión acerca de por qué debe obedecerse el conjunto de reglas, principios y valores que se encuentran contenidos en la Constitución de 1980. Se trata de una pregunta por la justificación de la obligación de cumplir sus disposiciones, es decir, es un asunto de tipo normativo, que puede traducirse en los siguientes términos: ¿es correcto que rija en el país una Constitución respecto a la cual no se consintió en su dictación, ni puede presumirse que los obligados habrían consentido, de haber tenido la posibilidad de hacerlo?
Desafortunadamente, la columna intenta responder esta pregunta de carácter normativo desde la vereda del frente, es decir, desde el plano de los hechos, trasladando por prestidigitación la discusión a un campo descriptivo, al exponer las consecuencias que la Constitución ha generado desde su vigencia, enlistadas con los números (1), (2), (3) y (4), arriba expuestos. Así, sus argumentos sólo pueden servir para explicar lo que ha producido la Constitución de 1980, pero son completamente impotentes para justificar que sea correcta su vigencia o su establecimiento. Ya los clásicos comprendieron la imposibilidad de rebatir reproches normativos con argumentos descriptivos, entre otros motivos, porque siempre se puede continuar recriminando al interlocutor de que los hechos que esgrime no son correctos, es decir, no justifican su posición. En este caso, sigue siendo posible reprochar a la columna que el establecimiento de la Constitución no fue correcto, a pesar de que pudiéramos estar de acuerdo en que ella sentara las bases del modelo actual; permitiera el fin de la Dictadura; haya generado alguna práctica; o se hubiera modificado. Nada de esto torna correcta la decisión de su establecimiento o vigencia.
Por el contrario, siguiendo en esto a H. Arendt, tomando en cuenta la condición de pluralidad en que se desenvuelven los seres humanos, existen, pues, diversos puntos de vista acerca de los temas comunes. Sólo hay política allí donde existen otras personas a las cuales persuadir acerca de las cuestiones que a todos interesan. Precisamente en este ámbito, en la esfera pública, se genera el poder, como capacidad de ponerse de acuerdo, sin coacciones, acerca de asuntos comunes en una relación de radical igualdad. El poder que así surge, se institucionaliza y condensa en una Constitución, sobre la base del intercambio argumentativo previo, libre e igual de las distintas posturas que existen. Esta idea responde a una posición normativa, según la cual, debe existir unaradical igualdad y un acuerdo al regular las relaciones sociales de interés común, lo que, de satisfacerse, síjustifica –es decir, permite considerar correcta- la institución y obediencia de una Carta Fundamental.
Esa exigencia contrasta con la elaboración y puesta en vigencia de la Constitución actual. Como se sabe, ella surgió de un intento deliberado de la Dictadura, por suprimir la pluralidad de posiciones acerca de la vida común en el país, al extremo de –parafraseando a C. Schmitt- eliminar físicamente al enemigo político. Fue, entonces, una norma jurídica dictada sin el necesario intercambio recíproco entre todos aquellos a quienes interesaba el establecimiento de la Constitución. De ahí que, el hecho de que la norma positiva de mayor jerarquía dentro del ordenamiento nacional haya generado consecuencias beneficiosas –aclaro que no estoy de acuerdo con lo que la columna considera tales- no la releva del cuestionamiento que sobre ella pesa, en relación a la imposibilidad de justificar la obediencia a sus disposiciones, así como respecto a su incorrecta dictación.
Desde alguna posición asociada a la Ilustración, la cuestión de la legitimidad implica respetar la condición moral de cada persona, de acuerdo con la cual, en tanto fin en sí mismo, ésta es capaz de darse autónomamente una legislación que lo motive a respetarla. En efecto, descartada en la Modernidad la vinculación de los seres humanos a las tradiciones que los condicionaban, y desmembrada la sacralidad del derecho medieval, los pensadores consideraron que quienes estaban sometidos a las normas dictadas por un Estado detentaban al mismo tiempo la calidad de autores de aquellas. Los filósofos políticos del pacto o contrato social –con matices, qué duda cabe- promueven esta manera de comprender la obediencia al derecho estatal. La legitimidad de las normas jurídicas –la Constitución entre ellas- depende de que ellas hubieran sido dictadas con el consentimiento de los futuros afectados o bajo la presunción de que, de haber estado éstos presentes, habrían consentido en su establecimiento.
Nada de esto sucede con la Constitución chilena vigente. Porque, por una parte, en los hechos, como se dijo, ella fue dictada en un contexto en que la pluralidad de visiones acerca de las cosas comunes se encontraba proscrita; y por otra –y justamente por lo anterior- ni siquiera hipotéticamente hablando sería posible atribuir a la comunidad política la voluntad de haber dictado esa Carta. Aquí radica la diferencia con otras constituciones comparadas en las que no ha sido el pueblo (verdadero poder constituyente) el que las ha puesto en vigencia. El caso de Alemania –resaltado por el profesor Atria- es un ejemplo de ello, en tanto, a pesar que la Grundgesetz (1949) fue estatuida con un país ocupado, sus propias reglas permitieron que la ciudadanía se apropiara de ella; es decir, que las personas regidas por esa Ley Fundamental se consideraran a sí mismas como ciudadanos que, de haber estado presentes en la dictación, habrían acordado su establecimiento. Esto significa que hay constituciones que permiten a los sujetos imperados reconocerse como autores, aunque fictamente.
Esto es, precisamente, lo que ha impedido la Constitución de 1980. En efecto, el modelo de vida social que ella diseñó, está lejos de promover un régimen en que todas las posiciones políticas en juego participen del debate institucional. Por el contrario, esa norma ha perpetuado una configuración de la vida pública que dificulta la incorporación de puntos de vista distintos a los que desde 1990 han participado de la política. La causa de la preservación de este statu quo se encuentra, entre otras cuestiones, en los requisitos de aprobación de ciertas leyes que la Constitución reservó a quórums distintos a la mayoría simple (art. 66). Esta dificultad en la elaboración de las leyes, ha estancado la posibilidad de modificar el sistema de elección parlamentaria para incorporar a quienes -por ley- no pueden formar parte del Congreso, beneficiando a ciertos sectores políticos con una considerable sobre representación. Tal circunstancia, junto a unas Bases de la institucionalidad (Capítulo I) que dan cuenta de un específico modo de entender la relación entre Estado, Sociedad y Persona -que no necesariamente comparte la mayoría de los ciudadanos-, descarta que sea posible apropiarse de la Constitución, o sea, considerarse, aunque sea fictamente, autor de ella. No deja de ser grave, además, que cada una de las decisiones para la vida pública del país, generada mediante leyes, hayan sido elaboradas, desde el 11 de marzo de 1990, con la participación de un órgano colegislador (el Congreso) distribuido a contrapelo de la legitimidad que su integración requiere.
Sin saberlo –o sin importarle- son esas constataciones las que permiten a la columna en comento señalar que la Constitución es una “vaca a disposición de la clase política”, lo que en ningún caso es una virtud, sino que un defecto, desde que esa “clase política” que dispone de la Carta está compuesta de sectores sobre representados y se han excluido de ella a otros actores que detentan también intereses en asuntos de la vida nacional. Por ello, es falaz homologar la Constitución con un pacto que, pudiendo estar viciado, es cumplido o modificado por las partes, porque “las partes” que hacen operativa la Constitución no necesariamente son aquellas que deberán someterse a las normas surgidas de su aplicación. No se trata de que el gato cace o no ratones, sino que, “para quien” los caza. En el lenguaje ius privatista de la columna que se revisa, ello equivale a conferir a un pacto efecto frente a terceros que no lo suscribieron. Y más aún, hacerlo cumplir de manera forzada. Debe indicarse, además, que la expresión “las partes” describe erradamente la unilateralidad con que la Constitución fue dictada. Con todo, es necesario advertir que el tráfico económico que el derecho privado regula, en ningún caso puede homologarse con los acuerdos que deben surgir de una Constitución dotada de legitimidad. Una Constitución es algo más que un mero acuerdo para intercambiar bienes o regular relaciones entre privados.
Pero, aun podría preguntarse, ¿por qué poner sobre el tapete la legitimidad como estándar bajo el cual enjuiciar la dictación de una Constitución? La respuesta está en la necesaria cohesión social que debe existir entre un grupo de personas que conviven en un determinado lugar: se trata de que a cada sujeto que forma parte del Estado se otorgue un lugar en la sociedad. Por las razones aquí expuestas, este mínimo contenido moral no es satisfecho por la Carta de 1980. Al contrario, no deja de ser curioso que la misma Constitución que asegura el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional (art. 1º inc. final) haya sido dictada en contra de ese principio y que sus propias reglas institucionales impidan que aquel se ejerza.

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