Artículos de Opinión

¿De qué hablamos cuando hablamos de Estado social?

La columna analiza críticamente otra publicada por el profesor Tomás Jordán que trata sobre el concepto Estado social. El análisis crítico busca precisar el concepto de subsidiariedad y su relevancia para la discusión constitucional. A la vez, y a partir de lo anterior, intenta mostrar que este principio no es incompatible con la idea de avanzar a un Estado social.

En una reciente columna titulada como la presente, el profesor Tomás Jordán aborda con detalle y seriedad uno de los temas centrales de la discusión constitucional, que dice relación con el modelo de Estado. A su juicio, la pregunta central que la Convención deberá resolver en esta materia es si seguiremos con el modelo de Estado subsidiario o si, por el contrario, avanzaremos a uno diferente.

Me parece que la columna parte de un supuesto que es jurídica y políticamente discutible. La premisa a partir de la cual el profesor Jordán desarrolla sus argumentos es la tensión que supuestamente existe entre un rol “social” del Estado y uno “liberal”. El primero se caracterizaría por una “mayor redistribución y solidaridad entre las personas” mientras que el segundo se especificaría por “privilegiar la autonomía individual (…) teniendo el Estado un rol de abstención o de no injerencia”.

No lo dice expresamente, pero de la lectura de la columna se entiende (y este es el supuesto jurídica y políticamente discutible) que el régimen “subsidiario” coincide con el “liberal”. En las líneas que siguen, quisiera desarrollar brevemente algunas ideas que me parece que pueden aportar a la discusión pública sobre este importante asunto (algunas de estas ideas se vinculan con otras que he intentado exponer anteriormente).

Más allá del vínculo o filiación normativa, política o ideológica que podamos atribuirle o reconocerle al concepto “Estado social”, lo cierto es que con este se apunta a una mayor y más fuerte presencia del Estado en la satisfacción de necesidades públicas (debemos aclarar que cuando hablamos de Estado nos referimos a la faz administrativa del poder público, y no a la “sociedad” ni tampoco a otros “poderes”, como el legislativo o judicial). Así, un Estado social es aquel que, en sus fines y medios (en concreto, en sus potestades), asume la responsabilidad de satisfacer las necesidades en ciertas dimensiones de la vida que son cruciales, como salud, educación, pensiones, vivienda (necesidades que, por ello, pasan a denominarse públicas). Esto quiere decir, en otras palabras, que el acceso a dichos bienes no queda supeditado -según explica Jordán- a la “mera voluntad de las libertades”, sino que deben tener una “preferencia en su protección y prestación por parte de la entidad estatal”. En definitiva, la configuración de un Estado social tiene como horizonte político la “generación de políticas de mejora sustancial de las personas”.

Diversos son los modos en que política y técnicamente se puede concretar el fin del Estado social (un caso es el establecimiento de derechos sociales, aunque este concepto también es difuso). Con todo, nada de lo anterior pugna directamente con una adecuada comprensión de un régimen o modelo subsidiario, aunque sí puede pugnar con un régimen “liberal”.  En efecto, la subsidiariedad, al contrario de lo que se ha comprendido, no significa ausencia, abstención o no injerencia. Paradójicamente, los principales responsables de este mal entendimiento son ciertos defensores de este principio, que en ocasiones han llegado incluso a entenderlo y promoverlo (a tergiversarlo) como un principio económico que necesariamente supone un “Estado mínimo”.

La subsidiariedad no es ausencia del Estado, sino presencia del mismo; pero presencia que se orienta a ayudar, no a suplir. Dicho de otro modo, el Estado debe -conforme a este principio- colaborar con las comunidades para que estas alcancen sus fines, lo que, si bien implica un rol pasivo (de no suplantación), importa sobre todo un rol activo, de colaboración. En este esquema, la tradición política y moral dentro de la cual este principio toma forma, no es incompatible con que el Estado asuma un rol activo en la satisfacción de necesidades públicas fundamentales, es decir, un rol social. Más aún, esta tradición comprende que un elemento fundamental (no el único ni más importante, pero sí indispensable) del bien común, cuya promoción es la principal tarea del Estado, es precisamente el compartir los bienes necesarios para la vida. Y, como es obvio, esto implica el ejercicio de potestades de distribución que le competen al Estado como autoridad pública. La subsidiariedad, en este sentido, en cuanto principio que busca, en lo que se refiere al poder público, que el Estado colabore con las personas, familias y agrupaciones sociales, puede perfectamente hacer exigible que el Estado asegure el acceso a bienes materiales sin los cuales no sería posible la vida social.

En palabras sencillas, un modelo subsidiario (que no es sinónimo de modelo liberal), no es incompatible con uno social; es más, este puede justificarse incluso como una exigencia de aquel. Ahora bien, hay ciertos modos de comprender la labor social del Estado que sí son incompatibles con la subsidiariedad, pero no (o no fundamentalmente) por el fin social que se busca alcanzar, sino por los efectos o implicancias de las herramientas (medios) que se adoptan. El caso más claro de esta incompatibilidad se da con una particular manera de entender los derechos sociales. En efecto, cierta doctrina ha señalado que estos derechos no solo suponen la universalidad en la distribución, sino que también la estatalización de los mismos (o una especie de regulación que impone un singular régimen de lo público que tiene el mismo efecto de captura). Es decir, los bienes cuya distribución igualitaria se busca asegurar a través de los derechos sociales no serían públicos porque su acceso está asegurado a los ciudadanos por el hecho de ser tales, sino porque su proveedor es el Estado. Esto es contrario a la subsidiariedad, debido a que el foco ya no está puesto en la colaboración o asistencia a la sociedad, sino en la reserva estatal. Esta reducción de lo público, que termina por identificarlo con lo estatal, anula la función mediadora de las sociedades intermedias, es decir, anula justamente al sujeto a quien se debe asistir (subsidiar).

Obviamente este no es el único modo de entender los derechos sociales. De hecho, el profesor Jordán no adhiere en su columna a la idea de que la reserva estatal es la nota caracterizadora de estos (de hecho, Jordán derechamente niega el supuesto vínculo necesario entre modelo social del Estado “con la mera estatalidad”).  Sin embargo, y por ello, es aún más importante advertir cuáles son las verdaderas diferencias entre los modelos que aparentemente están en disputa. En este sentido, a mi parecer, la verdadera dicotomía constitucional no es entre «Estado social» y «Estado subsidiario», sino entre la noción subsidiaria de la vida política y aquella que se encuentra en las raíces de la teoría clásica del servicio público, pues es esta teoría la que impulsa una función social del Estado que termina por justificar una necesaria estatalización de las actividades y bienes que satisfacen necesidades públicas (justificación que en último término dice relación con la legitimidad del poder público).

Finalmente, quisiera destacar un elemento que toca el profesor Jordán y que es de suma relevancia. Al comienzo de su columna señala que un rol social del Estado implica una lógica de “solidaridad entre las personas” (en cierto sentido, la pregunta objeto de su columna podría responderse así: cuando hablamos de Estado social hablamos, también, de la solidaridad entre las personas). Para avanzar y profundizar en este interesante ámbito de discusión, quizá convendría hablar no solo del rol social del Estado, sino también del rol social de los ciudadanos (del mismo modo que convendría hablar de sociedad subsidiaria antes que de Estado subsidiario). Este cambio de palabras no es trivial. En efecto, a él subyace la idea de que la consecución del bien común, como fin de la comunidad política, depende fundamentalmente del compromiso de los ciudadanos que la conforman, y que un rol social más activo del Estado debe potenciar este compromiso, no suprimirlo (o sustituirlo, que para el caso viene a ser lo mismo).

La solidaridad entre las personas (la amistad política) es, tal vez, el principal y más urgente desafío que tenemos como sociedad, incluso antes que los cambios que podamos realizar al modelo de Estado. Y, sobre esta base, es importante mostrar que, si bien no hay verdadera subsidiariedad sin solidaridad, tampoco hay verdadera solidaridad sin subsidiariedad. Así, es especialmente relevante que la Convención tome en cuenta el principio de subsidiariedad a la hora de configurar el modelo de Estado, pues este permite demarcar de modo preciso su rol social, que es de colaboración y asistencia, lo cual es justamente una condición para el establecimiento de una sociedad más solidaria. (Santiago, 29 enero 2021)

 

Cristóbal Aguilera Medina

Profesor de Derecho Universidad Finis Terrae

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  1. En TEORÍA está muy bien lo expresado por el profesor Aguilera, sin embargo la REALIDAD no dice otra cosa. Un sólo ejemplo de lo anterior. Según en MINVIU, en Enero del 2020, habían en nuestro país 802 campamentos, o sea, 50 mil personas viviendo en condiciones infrahumanas. Pregunto, y dónde está el rol subsidiario?