Días atrás se dio a conocer el Informe de la FAO titulado “Estado de la inseguridad alimentaría en el mundo 2014”. Se trata del resultado de un trabajo coordinado de cientos de organizaciones no gubernamentales a lo largo del mundo desarrollado para, entre otros objetivos, verificar el cumplimiento del desafío que se estableciera en la Cumbre Mundial de la Alimentación de 1996: reducir a la mitad el número de personas desnutridas antes del año 2015. Las cifras, miradas globalmente, son aterradoras: 805 millones de personas en el mundo pasan hambre: uno de cada nueve habitantes del planeta y se calcula que cada siete segundos muere de hambre un niño menor de 10 años. Sin embargo, las cifras son promisorias en comparación al Informe anterior. Pese a las sequías e inundaciones que ha conllevado el cambio climático y gracias, en gran medida, a la mayor estabilidad política de países intensivos en agricultura y ganadería, los números se han reducido desde el Informe 1992. En América Latina, el porcentaje de hombres, mujeres y niños que sufren subalimentación cayó del 15,3% al 6,1%. Y en cuanto a cifras locales, en Chile, sufre hambre menos del 5% de la población, contrastando con Haití, país donde ese porcentaje excede del 20%, con un 51,8% de población crónicamente subalimentada.
Las estadísticas de la FAO, el diagnóstico y las sugerencias que a partir de ellas se formulan, deben ser entendidas como parte de la implementación de lo que se podría conceptualizar genéricamente como el “derecho a la alimentación”. Su raíz se encuentra en el articulo 25 de la Declaración de los Derechos Humanos que refiere al derecho de toda persona a “un nivel de vida adecuado, que le asegure, asó como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación…”; pero se encuentra explicito y directamente recogido, en el articulo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) que menciona “el derecho fundamental de toda persona a estar protegida contra el hambre”. El “derecho a la alimentación”, suele ser ubicado, dentro de la clasificación generacional de los derechos humanos, en la categoría de los de segunda, frente a los de primera generación, que serían los derechos civiles y políticos. Pero no ha sido siempre sólo un tema generacional sino de prioridad, pese a que salta a la vista que la violación persistente del derecho a la alimentación priva a una persona del derecho a la vida y a la integridad física y síquica y a su dignidad personal y en última instancia afecta a otros derechos secundarios como a la educación o al trabajo.
Durante la guerra fría y hasta el derrumbe del comunismo, la prioridad la tenían los derechos civiles y políticos. Con todo, ya a mediados o fines de los años 70 la escasez generalizada de alimentos por la crisis del petróleo y el incremento de la población mundial llevó a reflotar el tema bajo el concepto de “seguridad alimentaria”, centrándose en la producción y disponibilidad de alimentos a nivel mundial y nacional. A partir de 1980, se comienza a experimentar un cambio de énfasis, esta vez hacia los derechos que las personas pueden invocar como determinantes para satisfacer sus necesidades, lo que implica el derecho de dominio sobre los recursos. Así la lucha contra el hambre se enfoca hacia la seguridad alimentaria familiar a través de los medios disponibles.
Es, en este contexto, en el que debe valorarse el esfuerzo que se está desarrollando por el actual gobierno. Según datos entregados por el Ministro de Agricultura en la Conferencia Regional de la FAO para América Latina y el Caribe realizada en mayo pasado en Santiago, el 92% de las explotaciones agrícolas de Chile pertenecen a la agricultura familiar y contribuye con el 27% de la producción de alimentos, representando el 61% del empleo del sector agropecuario. Coherente con esas estadísticas, en dicha oportunidad, el Ministro mencionó que “el gobierno de Chile tiene como una de sus áreas prioritarias el fortalecimiento de estrategias de desarrollo en agricultura familiar campesina”.
Esa estrategia de desarrollo se ajusta en plenitud a las directrices de la FAO y del Comité de la ONU para la aplicación del PIDESC. Como se comprenderá, los derechos de segunda generación, entre los que se encuentra el que venimos examinando, se caracterizan por una eficacia jurídica indirecta, donde normativas supranacionales, instan a los países a acelerar e incrementar el pleno ejercicio y goce de los derechos de manera progresiva y poniendo los recursos disponibles para su satisfacción. Dentro de ese marco, en mayo de 1999, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU aprobó la Observación General Nº 12 en la que se establece la obligación de los Estados de respetar, proteger, facilitar y hacer efectivo el derecho a la alimentación. Lo primero, implica una obligación negativa: que los Estados se abstengan de adoptar medidas que generen como resultado, impedir u obstruir el acceso alimentario, como sucede con los desalojos forzosos de tierras cultivables sin la compensación o rehabilitaciones adecuados. Lo anterior debe ser particularmente tenido en cuenta en la evaluación medioambiental de proyectos. La obligación de proteger supone una disposición proactiva: adoptar políticas que aseguren que entes gubernamentales, empresas o particulares no priven a personas o grupos de personas del acceso a los recursos y los alimentos. Esto incluye el control de pesticidas, la observación del impacto de actividades mineras, la fiscalización y sanción de prácticas comerciales desleales, abstenerse de fijar subsidios a la exportación de productos agropecuarios necesarios para el consumo interno, o desincentivar formas de industrialización regresivas. La obligación de promover, se refiere a facilitar y en caso necesario proporcionar, recurriendo en su máximo a la disponibilidad existente, el acceso y uso, por parte de la población, de los recursos necesarios para vivir, lo que envuelve la optimización de la focalización y gestión de las políticas y programas sociales de manera sustentable y adaptada a las propias realidades culturales. Asimismo, estimular la industrialización donde existen ventajas comparativas impidiendo dependencias peligrosas. En suma, asumir la globalización sin perder de vista la importancia de la “soberanía alimentaria”. Finalmente, la obligación de hacer efectivo el derecho a la alimentación implica implementarlo sin discriminaciones y rechazando como justificación del incumplimiento los grados de desarrollo o la indisponibilidad por zonas o sectores. En fin, la Observación General Nº 12 concluye señalando que se viola el PIDESC “cuando el Estado parte no garantiza la satisfacción de, al menos, el nivel mínimo esencial necesario para estar protegido contra el hambre”.
Los desafíos y las limitaciones son muchas. Desde luego, dificulta la tarea la ausencia de información y de diagnósticos públicos, periódicos y transparentes. En segundo lugar, constituye una limitante la falta de instrumentos jurídicos más vinculantes a nivel internacional que permitan exigir a los Estados el debido cumplimiento del derecho a la alimentación. Hace falta, además, una mayor sensibilización de la opinión pública y de los medios de prensa, mayor disposición a denunciar las trasgresiones y a hacer seguimiento al cumplimiento de las obligaciones mediante estándares homogéneos. Y particularmente, hace falta la concreción positiva del derecho a la alimentación, como un derecho justiciable y susceptible de ser amparado eficazmente por medio de acciones y recursos. En este último aspecto, es destacable la Constitución Política Ecuatoriana de 2008 que consagró, como derecho de las personas y colectividades, “el acceso seguro y permanente a alimentos sanos, suficientes y nutritivos; preferentemente producidos a nivel local y en correspondencia con sus diversas identidades y tradiciones culturales”, agregando que “el Estado ecuatoriano promoverá la soberanía alimentaria.” (art 13).
Pero más que normas constitucionales que suelen quedar en alusiones retóricas, se requiere una consagración legislativa que contemple políticas y mecanismos e, idealmente organismos, destinados al control, revisión, cumplimiento y sanción de las directrices que emanan de los instrumentos internacionales. En ese orden, paradójicamente, un país caracterizado por su soberanía y seguridad alimentaria, Argentina, ha sido precursor, con la Ley de Creación del Programa Nacional de Nutrición y Alimentación (Ley 25.724, de 17.01.2003), siendo seguido por Guatemala (Decreto 32 de abril de 2005), Ecuador (Ley Orgánica del régimen de la soberanía alimentaria, abril de 2006) y Brasil (Ley Nº 11346, de septiembre de 2006, de Creación del Sistema Nacional de Seguridad Alimentaria y Nutricional). En nuestro país si bien existe la reciente ley 20.606 sobre composición nutricional de los alimentos, ella se refiere a un aspecto mínimo del problema. Hace falta una normativa que aborde de manera orgánica el desafío alimenticio, y que permita proteger, fomentar y fiscalizar en forma adecuada la satisfacción y cumplimiento del derecho a la alimentación (Santiago, 10 octubre 2014)