Artículos de Opinión

Poder constituyente y teoría de la elección pública.

Se examina el contexto de surgimiento de la teoría del poder constituyente y su progresivo anacronismo, a partir de la superación de las fundamentaciones teológicas y filosóficas del poder en sociedades regidas por instituciones democráticas y deliberativas. En tal sentido, con base en la teoría de la elección pública, se plantea que la Convención Constitucional no opera como una entidad con vida propia llamada “poder constituyente” originario, soberano, sino como una agrupación de individuos concretos, con intereses, visiones, compromisos, sesgos y fines propios, legitimados por el voto popular solo para la redacción de un posible nuevo texto constitucional.

“El poder constituyente originario está siempre fuera del orden jurídico. Su naturaleza misma es la insubordinación. Aparece en su plenitud en los períodos de crisis, cuando la colectividad desborda los cuadros políticos y sociales de manera revolucionaria”.

Genaro Carrió, Notas sobre Derecho y Lenguaje, 1998, p. 245.

 

La noción del “poder constituyente” es una teoría surgida en Europa, en un momento histórico en que resultaba necesario formular y oponer a una fuente de legitimación absoluta del poder, que era de tipo teológica o confesional, otra fuente de legitimación igualmente absoluta e ilimitada, más de tipo filosófico y político, a fin de respaldar el tránsito de las sociedades hacia formas, en principio, más seguras de ejercicio del poder.

De allí que el desafío asumido por los defensores de esa teoría en los siglos XVII y XIX, entre ellos John Locke y Emmanuel-Joseph Sieyès, fue derrotar en el debate público las bases religiosas que sustentaban el absolutismo político y ofrecer otras bases, populares y laicas, que sirvieran de fundamento a un nuevo orden político, en que el poder estuviera limitado y desconcentrado.

Por demás, la teoría del poder constituyente encontró apoyo directo en la noción primigenia de soberanía, cuya formulación original no admite límites ni restricciones para “el pueblo”, que se erige así en una entidad con “existencia” propia, en plena época de consolidación de los Estados nación que ofrecían y reclamaban a sus pares la no injerencia en sus asuntos internos.

Otra característica de la teoría examinada es que surgió en otras tradiciones culturales, diferentes a la hispánica, como la inglesa y la francesa, dada la acelerada concentración absolutista del poder que experimentaron las monarquías en dichas tradiciones.

Luego sería “importada” al mundo hispánico, una vez la monarquía de este último experimentó esa concentración de poder, desechando ideas críticas de tal proceso, como las expuestas por Juan de Mariana y Francisco Suárez respecto de los necesarios límites al ejercicio del poder temporal, y optando por la tesis del poder constituyente para justificar las independencias hispanoamericanas, y la ruptura radical con el período monárquico, virreinal o indiano.

En todo caso, de lo señalado puede advertirse que tanto el contexto en el que surgió la teoría del poder constituyente, como su versión más extendida, que lo concibe como un poder extraordinario, originario, revolucionario, soberano, ilimitado e inapelable (Antonio Pereira, Teoría Constitucional, 2006, pp. 49-50), corresponden a un momento del pensamiento y la experiencia política de Occidente que quedó superado.

En efecto, quedó obsoleta dicha teoría desde que la democracia, el estado de derecho y los derechos fundamentales no requieren de una base última de legitimidad, ni teológica ni metafísica, para ser reivindicados y defendidos de forma universal, pues basta para ello el reconocimiento mediante acuerdo político de la dignidad de la persona y al igual trato por parte del derecho.

Hoy día no es necesario apelar a entidades abstractas, nociones organicistas y menos aun a teorías absolutistas, como la del poder constituyente, en especial cuando se lo califica de “originario” o “soberano”, para justificar la activación de un proceso de cambio institucional, por ejemplo, de tipo constitucional, demandado por un porcentaje mayoritario de la ciudadanía en una sociedad abierta.

Bastará para ello, con activar los procesos democráticos institucionales y seguir las reglas del estado de derecho, para avanzar en el cambio, que inevitablemente será en una parte del mismo responsabilidad directa, exclusiva y excluyente, de un grupo de personas, proveniente de esa misma ciudadanía, seleccionados para ello, usualmente a través de elecciones auténticas.

La justificación, por tanto, es más simple en nuestro tiempo: las generaciones actuales, en número suficiente, eligen voluntariamente avanzar en un cambio constitucional y para ello designan o eligen a las personas de su confianza, a fin de encomendarles, bajo ciertas reglas, esa labor. Es la voluntad de seres humanos concretos, de los ciudadanos, no otro, el fundamento del cambio.

Pero, entonces, si ya no es necesario apelar a concepciones del poder absolutas, totalizantes, no limitadas por la institucionalidad existente ni por obligaciones internacionales, al iniciar cambios de tipo constitucional, ¿por qué, sobre todo en Hispanoamérica, se insiste en el consumo, hasta la abierta intoxicación, de tesis anacrónicas como la del poder constituyente?

Una primera respuesta a esa pregunta podría ser el prestigio que otorga justificar la propia actuación en una teoría de “abolengo” como la del poder constituyente. En el ámbito jurídico, se suele venerar por mucho tiempo muchas teorías o concepciones que en su momento fueron importantes y hasta beneficiosas para las personas, pero que en la actualidad resultan inútiles o peligrosas.

Sin embargo, una segunda respuesta parece más verosímil y factible, considerando que el poder constituyente “lo ejercen” más políticos que juristas, y tiene que ver con lo que esta teoría ayuda a ocultar, disimular o hasta deformar, para facilitar lo que muchos de sus actuales defensores buscan en realidad: ejercer de forma absoluta, y por el mayor tiempo posible, el poder.

Ante esta segunda posibilidad, la teoría de la elección pública, desarrollada en el siglo XX por investigadores como James Buchanan y Gordon Tullock, nos invita como ciudadanos a liberarnos de narrativas y “explicaciones” decimonónicas, metafísicas y divorciadas de la naturaleza humana, para poder identificar, comprender y evaluar mejor lo que mueve y hacen las personas a las que, verbigracia, se asigna la tarea de elaborar una nueva constitución.

Según la public choice…el hombre es un ser egoísta, racional, que busca maximizar su utilidad (es utilitarista) (…) el hombre o el individuo es el único ente que siente placer o disgusto, y por lo tanto, el único que toma decisiones (…) los individuos que participan en los procesos de decisión colectiva (votantes, políticos y burócratas) son las mismas personas que intervienen en el mercado. En consecuencia, se puede predecir que los sujetos actuarán en los mecanismos e instituciones de decisión colectiva por las mismas motivaciones que lo hacen en el mercado” José Casas Pardo, “Estudio introductorio” a El Análisis Económico de lo Político, 1984, pp.49 y 51).

Desde esta perspectiva, en la Convención Constitucional no opera una entidad con vida propia llamada “poder constituyente” originario, soberano, ni siquiera como uno “derivado”, sino como una agrupación de individuos concretos, con intereses, visiones, compromisos, sesgos y fines propios, personales, legitimados por el voto popular solo para la redacción de un posible nuevo texto constitucional.

Esos individuos, a su vez, son influenciados, apoyados y hasta financiados por electores, grupos de interés, partidos y demás organizaciones externas a la Convención, también con intereses, sesgos y fines propios, que los llevan a intentar incidir en la acción y decisión de los convencionales.

Por último, los individuos concretos, mujeres y hombres, que integran la Convención, no operan con recursos propios, ni pueden reclamar privilegios incompatibles con su condición de iguales ante la ley junto a los demás ciudadanos.

Deben regirse en el ejercicio de la función pública que hoy desempeñan, por las disposiciones constitucionales y legales que regulan el uso de bienes públicos y que definen, como corresponde en un estado de derecho, el ámbito y los límites de su actuación.

En función de lo expuesto, la invitación a los ciudadanos es a que exijan a los individuos que integran la Convención Constitucional que dejen de lado el discurso metafísico innecesario y peligroso, por lo destructivo que hay en la teoría del poder constituyente, que sean transparentes en sus fines y se concentren en cumplir con el mandato que recibieron, que no es otro que redactar según las reglas previstas en la Constitución vigente un posible nuevo texto fundamental. (Santiago, 22 octubre 2021)

 

 

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  1. Los sesgos progresistas, indigenistas, colectivistas e identitarios que dominan el ambiente de la Convención está muy bien dibujada en este excelente artículo. Por supuesto, está escrito en nivel alto y no parece hablar en tono despectivo. En su núcleo, destaca el peligro de un afán de legitimación de un poder absoluto, en el lenguaje de un grupo mayoritario de convencionistas. Felicitaciones al autor.